Indicador político
En días pasados tuve oportunidad de escuchar una reflexión muy nutrida del cónsul general de España en México, Manuel Hernández Ruigómez, sobre la influencia de los valores cristianos en la formación de los sistemas democráticos. El tema podría parecer delicado en estos momentos tan agitados en donde la histórica relación entre España y México transita por dificultades derivadas de una mutua dureza en las certezas nacionalistas y una falta de apertura a horizontes compartidos fraternalmente.
La perspectiva del cónsul parte de la idea de que el proceso de evangelización en tierras americanas contuvo fermentos de valores proto-democráticos, principalmente entre algunos clérigos católicos que –ante el gran cambio de época que significó la colisión y encuentro de dos civilizaciones– optaron por promover y defender la dignidad de la persona. Líderes sociales y religiosos que, arriesgando su posición de privilegio, alzaron la voz en defensa de los pueblos sometidos y de las víctimas de los abusos cometidos por las élites poderosas de aquel singular momento.
Y es que, la igualdad en dignidad de cada persona ante la sociedad así como la lucha por los auténticos derechos humanos constituyen, efectivamente, elementos imprescindibles para el diálogo democrático y para que todos los ciudadanos participen horizontalmente en las decisiones de gestión social y pública que les atañen. Y, sin embargo, hoy la esencia misma de estos valores democráticos está en cuestionamiento en muchas naciones, incluidas la República de México y el Reino de España. Democracias que para algunos deben estar hiper reguladas a través de elitistas e inaccesibles burocracias doradas que salvaguardan manuales electorales (viene a la mente una alegoría de un médico que prefiere salvar su vademécum en lugar de a su paciente); y que para otros deben limitarse a un ‘aplausómetro’ de inasibles mayorías bulliciosas.
El cónsul Hernández Ruigómez destaca acertadamente el papel fundamental que jugó la evangelización en la conformación de la identidad cultural de México y América Latina. La llegada de los misioneros franciscanos en 1524, hace 500 años, marcó el inicio de un proceso que, más allá de su dimensión religiosa, sentó las bases de muchos de los valores que hoy consideramos fundamentales en nuestras sociedades democráticas como el respeto a la dignidad humana, la igualdad, la solidaridad, el bien común, el derecho a la identidad y la libertad. Y aquí debo aclarar que “sentar las bases” no es igual a “llevar a plenitud”; es decir, no se debe absolutizar en positivos o negativos el complejo encuentro entre dos mundos.
Es decir, tampoco hay que minimizar la extensa evidencia histórica de los muchos signos de violencia sistemática que ha acompañado la historia de nuestro país pero no sólo durante la Conquista y el Virreinato sino en los primeros años del México independiente, de la Reforma, la Revolución e incluso de la Post-revolución con su institucionalización del poder omnímodo, el cual no estuvo exento también de persecución social, gremial, ideológica y religiosa.
Así que podemos señalar que, si bien hubo un avance en los valores constructores de democracia desde el Encuentro de las Dos Culturas, sería una necedad confundir semillas con frutos. Condiciones de coerción extrema y desigualdad de poder son heridas aún pulsantes en la piel de las naciones americanas; varias de ellas provienen de la colisión entre los estados-teológicos prehispánicos y los estados-teológicos europeos; pero muchas también son parte de nuestro largo y doloroso proceso de construcción del Estado plurinacionales modernos.
Con todo, tiene razón el cónsul al recordarnos que la contribución del pensamiento cristiano-hispánico al desarrollo de los conceptos de derechos humanos y dignidad de la persona fue vanguardistas en su época y es precursor en la conceptualización de los derechos universales, mucho antes de las declaraciones humanísticas inglesas o francesas.
Y esto es importante hoy, que nos parece nuevamente urgente contextualizar estas reflexiones en el vergonzoso momento que viven las relaciones entre México y España. Ambos países han evolucionado como naciones diversas y plurales, cada una con su propia trayectoria histórica y composición social única; y ambas han sido también tristemente negligentes en el reconocimiento de sus complejas realidades pluriculturales.
México, con su rica herencia indígena y su singular proceso de mestizaje, aún falta abrirse al reconocimiento de una identidad nacional reconciliada que integre todas las múltiples tradiciones que lo hacen justamente un mosaico de culturas. La influencia hispánica en nuestra nación es innegable y coexiste con un sustrato prehispánico igualmente valioso y con las aportaciones de otras culturas que han enriquecido al país a lo largo de su historia.
España, por su parte, también ha experimentado transformaciones significativas, convirtiéndose en una sociedad multicultural que acoge diversas comunidades y tradiciones, algunas que retornan desde las marginalidades después de siglos de ostracismo y desprecio, renovando –no sin dolor– un fuerte vínculo con su pasado histórico.
Así, en este contexto tan intrincado, el actual debate sobre los errores diplomáticos parece menor ante la necesidad de un reconocimiento mutuo de los aspectos complejos de nuestra historia compartida, el cual debe abordarse desde una perspectiva de madurez y entendimiento mutuo.
Hoy México y España son naciones plurales y diversas, ambas han superado etapas funestas y dolorosas, y ahora se enfrascan en nuevos desafíos que ponen en riesgo los fundamentos del respeto, la igualdad y la infinita dignidad humana. Sólo una visión crítica y honesta de los aspectos más dolorosos de nuestro pasado común puede hacernos recordar cuáles son esas bases comunes de valores que nos pueden ayudar a responder ante los desafíos globales actuales.