Indicador político
Enfrascados en minucias matemáticas e interpretaciones leguleyas, nos olvidamos de aquello que simboliza y significa la representación política para el pueblo mexicano. ¿Qué aporta la representación política partidista a nuestro sistema democrático y por qué antes de hablar de ‘sobre-representaciones’ o ‘sub-representaciones’ debemos hablar sobre los márgenes de poder que se discuten con tanta vehemencia en estos días?
En primer lugar hay que recordar que toda representación política es una “ficción delimitante e institucionalizada del poder” es decir, es una simulación inventada y regulada de una realidad social donde se juegan expresiones del poder: desde los gentiles acuerdos hasta las más duras imposiciones. Y es delimitante porque ‘distingue’ y pone una frontera entre aquello representado y lo que no.
El ideal del sistema democrático en México, por tanto, reclamaría que los anhelos del pueblo fuesen fielmente reflejados por sus representantes electos; así, varias personas serían ‘revestidas’ de signos que simbolizan la voz y el clamor de, por lo menos, una porción de pueblo. De tal suerte que, las auténticas necesidades y conflictos que se viven en grandes ámbitos sociales, no se dirimen por la fuerza en caóticas multitudes, sino en las ‘representaciones’ donde –a modo de una puesta en escena– los personajes políticos realizan funciones tanto prácticas como simbólicas para ejercer el poder, gobernar y resolver contradicciones.
Dicho lo anterior, el actual entuerto respecto a la cantidad de legisladores que los partidos políticos deben asegurar en el Congreso sin duda es un conflicto nodal para la vida democrática mexicana pero no sólo por la cantidad de los miembros de un partido u otro en las curules legislativas sino por la cualidad de lo representado ante los poderes de la Federación. Es decir, la cuestión sobre cuál es el principal conflicto que debe ser representado en este juego de posiciones legislativas es mucho más importante que la cantidad de partidarios fieles a uno u otro movimiento político. Aún más, los recursos económicos que suponen a los partidos cada curul pueden ser importantes para los aparatos partidistas pero no significa nada para la democracia si dichas representaciones no proponen ‘equilibrios’ discursivos en la puesta escénica legislativa.
Lo central no es, por tanto, el número de escaños asegurados sino el auténtico esfuerzo de vinculación entre gobernantes y gobernados que las representaciones políticas puedan poner en escena. Dicho de otra manera: una minoría que represente con mayor fidelidad el conflicto sociopolítico y se comprometa enteramente en su papel podría ejecutar márgenes de poder más legítimos que una mayoría difusa e institucionalizada que estructure la toma de decisiones desde la imposición acrítica.
La representación política no deja de ser una especie de escenario en donde se dirimen los conflictos sociales y se toman decisiones que afectan a los espacios intra y extra escénicos; por si fuera poco dicha escenificación no está condicionada exclusivamente por las reglas (la ley) y las estructuras (las instituciones) sino también por el lenguaje (el discurso).
Y esto último es vital para comprender por qué la crítica que reciben los legisladores se debe a las cualidades de la dimensión política que representan y al tipo de articulación mediadora que deben a la población; porque las respuestas simples pueden estar en un artículo de la ley o en los manuales del ejercicio del servicio público (todos recordamos a la tristemente célebre diputada priista Paloma Sánchez decir ‘Soy pluri y a gusto’ a modo de sorna y justificación que su papel de representación no se lo debe al ciudadano sino a su cúpula partidista) pero la realidad no sólo es disarmónica con el texto leído en clave tecnocrática sino que está desarticulada del discurso político que legitima la representación y el sistema político existente.
En conclusión, el actual conflicto respecto a los volúmenes de representación legislativa para evitar la sobre-representación o la sub-representación no sólo debe leerse en códigos rigoristas de la norma o interpretaciones laxas de la ley; debe leerse en código político-discursivo porque no sólo se cuestionan los números de la representación sino la misma legitimidad del sistema político: ¿Qué representan los detentadores de las mayorías legislativas? Y, ¿en verdad las reglas de representación política minoritaria reflejan las necesidades de las minorías sociales? ¿A través de qué discursos?
Esto último no es accesorio ni anecdótico, es primordial; porque el problema derivado de tornar en exquisiteces interpretativas de la ley un asunto de ficción política provoca la separación cada vez mayor entre el pueblo y las estructuras gobernantes; si la distancia entre lo simbólico y lo significativo del poder del pueblo delegado a los representantes desvincula al primero con los segundos se crean espacios de autorepresentación, otros sistemas, otras reglas, casi siempre supeditadas a poderes que antes se consideraban fácticos pero que, contra toda intuición, están en vías de legitimarse. Y eso sí sería un problema.