Libros de ayer y hoy
Esta semana, como indigno testimonio del periodismo mexicano, destaca la circulación de una revista cuya portada no puede sino llenar de vergüenza a todos quienes intentamos hacer de este oficio un servicio en la clarificación de las perennes tinieblas de la sociedad. El problema de aquella desgracia no es su exageración sino la actitud detrás de la línea editorial del semanario, suficientemente ignominiosa como para siquiera calificarla de ‘mal periodismo’.
Ahora bien, tampoco es un tema que se resuelva con la superficialidad argumentativa de que el periodismo debe garantizar toda libertad de expresión; porque tan importante resulta defender la libertad de expresión como contribuir a enriquecerla en su nobleza. Y evidentemente, la dirección editorial de la revista ha hecho todo lo contrario.
Así que no es un momento para eufemismos, este tipo de prensa es el ejemplo paradigmático de un periodismo pelandusco; no sólo un erial, un yermo abandonado o un terreno infértil donde nada tiene provecho, sino un sitio purulento donde sólo crece maleza ponzoñosa y hierbajos miserables, un pozo envenenado donde se alimentan los encolerizados. No podemos sino preguntarnos cómo llegaron, aquellos colegas, hasta tal oquedad.
Tampoco quiero reducir esta crítica a un simple moralismo, el propósito no es señalar los desaciertos de la portada o la línea editorial desde una petulancia altanera sino contribuir a la reflexión sobre el papel del periodismo en esta “rebeldía contra la pasiva aceptación de nuestros actos vanos”. No importa desde dónde nos aproximemos a la ética periodística, invariablemente se hace necesario recordar por qué son imprescindibles los principios de respeto y de no instrumentalización de los humanos y sus dramas en el oficio informativo.
Para ello, es usual que la ética periodística –siempre dinámica– sea observada desde una de las muchas formulaciones kantianas del imperativo categórico: “Obra como si la máxima de tu acción fuese a convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”.
Es decir, casi impúdicos, los periodistas solemos publicitar y evidenciar nuestros errores en la desnudez del juicio social; muy pocas veces los corregimos o nos hacemos cargo de las consecuencias derivadas de ellos. Por ello, antes de publicar lo que, invariablemente será una sutil aportación a la historia inmediata y al breve relato historiográfico de nuestro tiempo, debemos preguntarnos si sentiremos orgullo de nuestras diatribas, nuestras obsesiones, los insultos y las infamias a las que dimos voz.
¿Qué sucedería si el insulto fácil se torna la norma para toda la información y opinión mediática en el futuro, incluida la que se vuelva contra nosotros? ¿Una portada tan infame o los infaustos adjetivos sobre la apariencia de una persona son el legado que dejaremos de nuestra profesión en los anales de la historia? ¿Mereceríamos y fomentaríamos entre los colegas que se nos agrediera con el mismo vómito cáustico?
Es cierto que la política (sus intereses, sus mundanas obsesiones) genera escenarios dramáticos en donde se juegan crudamente los límites del poder; en ella, dicen, se permite el grito al desesperado, el clamor al abatido, la revuelta al oprimido e incluso la mentira y la maledicencia a los propagandistas. Y aunque mentir y maldecir siempre han tenido un espacio entre las tácticas de control desde el poder o de la rebelión contra el poder, debemos preguntarnos permanentemente si aquellas deberían ser la norma de nuestra conducta para con el prójimo y viceversa.
Hay otra reflexión importante que exige este desafortunado episodio del semanario autodefinido como ‘opositor’ y tiene que ver con el origen de la diatriba. En el marco político, siempre estarán los excluidos del poder, los marginados, incluso los humillados. No importan las altas cualidades democráticas del sistema político, siempre habrá sectores no representados, desoídos y hasta despreciados. El periodismo tiene allí una alta responsabilidad para hacer público lo acallado, un deber para con la minoridad en resistencia pero con una distinción: El periodismo debe estar inclinado sobre los abismos de los que sufren objetiva y auténticamente, se conmueve con el grito atávico de una madre ante la pérdida de su criatura y con la indignación de quien contempla los derechos de los humildes mancillados desde el poder; pero el periodismo no debe hacer campañas de terror desde los poderes formales o fácticos, no puede participar del relato perturbado de quien, teniendo poder, desea tener aún más privilegios.
No se puede ser más enfático, el periodismo representa siempre una decisión y un activismo político; pero su oficio exige distancia de esa visceralidad ignominiosa que raya en la locura. El periodismo debe respetar los derechos de los débiles y discriminados, comenzando por el respeto a su inteligencia; debe evitar toda opinión discriminatoria que incite a la violencia o a las prácticas inhumanas o humillantes; debe evitar alusiones peyorativas; debe evitar expresiones o manifestaciones desagradables o hirientes sobre la condición personal de las personas o sobre su integridad física o moral. En conclusión, no se debe tratar a los demás como medios para nuestros propios propósitos, no importa lo urgentes o necesarios que nos parezcan.