Indicador político
En 2006, ante una asociación de políticos europeos, Benedicto XVI dictó lo que él consideraba eran “principios no negociables” para los católicos respecto al ejercicio de la política en el mundo. Desde entonces, dichos principios han sido utilizados de mil formas para justificar las más diversas acciones políticas alrededor del mundo, ya sea para confrontar directamente a iniciativas que los contravienen o para revestir de cierta aura moral a personajes, partidos o directamente a usurpadores de la legitimidad institucional católica.
Los principios ‘no negociables’ expuestos por Ratzinger no son “verdades de fe” como él mismo lo reconoció pero su naturaleza, su frontal dureza, suele colisionar frente a otros intereses del poder –especialmente los económicos– y frente a no pocos sistemas ideológicos del ámbito político contemporáneos.
Los principios son tres: proteger toda existencia humana en toda su experiencia de vida (desde su concepción hasta su muerte natural); promover la estructura natural familiar derivada de la unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio; y el irrestricto derecho de los padres a educar a sus propios hijos.
El propio Benedicto XVI también sentenció que, en un régimen democrático, a los católicos les es moralmente inviable promover, votar o auspiciar a movimientos o personajes políticos que no compartan estos principios o que trabajen en contra de estos. Así, estas dos certezas han sido utilizadas en la instrucción pedagógica a los fieles pero también en contracampañas políticas y electorales; y en ocasiones, incluso se han intentado usar para fundamentar movimientos o partidos políticos, y para radicalizar discursos emocionales que pretenden polarizar la percepción social.
En México, estos ‘principios no negociables’ han estado en el centro argumentativo contra proyectos políticos a favor de la legalización del aborto, la eutanasia, las uniones del mismo sexo o el ejercicio estatal unilateral de la educación pública (especialmente de la educación sexual). Y de hecho, debido a los márgenes legales que aún reprimen la libertad política y de expresión de las asociaciones religiosas en nuestro país, algunos ministros de culto han sido sancionados por las autoridades federales por haber solicitado a los fieles que ejercieran su voto ciudadano considerando aquellos principios.
Es decir, el Estado mexicano ha llamado la atención a los ministros que han pedido no dar apoyo electoral a personajes o partidos políticos que hayan declarado o participado en decisiones que vulneran la dignidad humana o que atenten contra la figura matrimonial y familiar; algunos sacerdotes incluso llegaron a afirmar que todo actor político católico que haya participado en plena conciencia directa o indirectamente en estas acciones se encuentra en una excomunión ‘latae sententiae’.
Y, sin embargo, hay que mencionar que lo ‘no negociable’ es antitético a la política. Es decir, la política es, en parte, el ejercicio de la negociación. La búsqueda del bien común –por lo menos en la realidad terrena– no es posible en los absolutos. Hoy, por ejemplo, algunos liderazgos católicos han decidido apoyar el proyecto político de una candidata que ha participado en reiteradas ocasiones en la promoción del aborto o a favor de la ideología de género (que contraviene el segundo principio del pontífice); y lo hacen en parte porque evidencian sus intereses particulares al despreciar profundamente otras opciones políticas o porque, sin decirlo, ahora consideran que Ratzinger quizá fue demasiado radical.
En todo caso, el papa Francisco advierte este permanente vaivén de intereses y del pragmatismo político del cual no se escapan incluso los propios creyentes. Quizá por eso recientemente ha mencionado que “la Iglesia no se puede identificar con ninguna organización, ni siquiera con aquellas que se califiquen y se sientan cristianas… no se puede exigir a la Iglesia o a sus símbolos eclesiales –dice el Papa– que se conviertan en mecanismos de actividad política”.
¿Dónde quedan entonces los ‘principios no negociables’ de Benedicto XVI si no pueden ser símbolos que participen en los mecanismos de la actividad política cotidiana? ¿Qué papel político le queda a la Iglesia si no puede siquiera convalidar aquellos proyectos sociales aparentemente afines a su doctrina y a su misión? Pero sobre todo: ¿Qué percibe el pontífice actual ante el juego político que se ha construido sobre aquellos ‘principios no negociables’ y por qué parece alertar a sus obispos de no ceder ante aquel pragmatismo, que más que tentación es una perversión permanente, intencionada y utilitaria de la sagrada institución?
Para el caso mexicano, ante los anunciados tiempos de convulsión política-electoral, más que un proyecto, se hace imprescindible una profunda orientación pastoral. La cual requerirá, en primer lugar, de un consenso fraterno para mirar por encima de la inmediatez y de las ideas.