Vivir en el ideal
En algo tiene razón, el tema es sumamente interesante y obliga a la reflexión. Aunque quisiera partir del inicio: el periodismo es una auténtica vocación que trasciende al oficio y a la profesión; es una inclinación singularisima a sufrir y gozar de la historia y los cambios de la vida cotidiana con el propósito de crear diálogo y construir sociedad respecto a lo que concierne al bien común.
Es ciertamente un oficio porque el periodismo tiene una cualidad artesanal, personal, no mecanizable; que nace del encuentro y del contacto con las tensiones humanas desveladas y cuestionadas por alguien que, a fuerza de ensayo y error, exhibe un imperfecto relato de sucesos al prójimo; pero es algo más.
También es una profesión no sólo porque requiere estudios formales o porque nuestra cada vez más compleja sociedad precise de mayores conocimientos especializados, sino porque es una labor que esencialmente capitaliza el conocimiento. Aún mejor: es una profesión cuya principal riqueza son las inquietudes correctas del conocimiento, las preguntas precisas del ingenio y la mirada instruida sobre el contexto. Y aún así, es algo más.
El periodismo es una pasión que puede ejercerse en la supina pobreza o en la mayor holgura pero que es imposible desempeñar desde un poder que no sea el de la demanda. ‘Demanda’ es para el periodismo –en contraste con la rigidez del derecho– una palabra compleja y llena de matices: va desde la gentil interrogación o el cordial cuestionamiento hasta el indignado requerimiento y el mordaz reclamo; pasando, eso sí, por la eficiente, neutral e imparcial solicitud o consulta.
No hay periodista, por tanto, que conserve su credibilidad intacta cuando es arropado por oscuros e inconfesables mantos de privilegios a cambio de favores o servicios en contra de esa auténtica demanda. Es verdad que, incluso mintiendo descaradamente, tanto los medios como los periodistas vendidos a la comodidad y los privilegios pueden conservar sus prestigios y respectivos negocios, pero quedará mancillada irremediablemente la confianza que alguna vez recibieron.
Ahora pasemos a lo que se ha mencionado esta semana: “Los periodistas hacen una función pública”. Sí, indudablemente; sin embargo, hay que distinguir: su labor cumple con diferentes funciones para el diálogo social y la búsqueda del bien común, pero no son subordinados del poder o funcionarios públicos. De hecho, si lo fueran, dejarían de ser auténticos periodistas; podrían ser publirrelacionistas, consultores, vendedores de contenidos, voceros o coordinadores de falanges informativas, pero no periodistas.
Ya lo dijo Kapuscinski: “El verdadero periodismo es intencional. Se fija un objetivo e intenta provocar algún tipo de cambio. El deber de un periodista es informar, informar de manera que ayude a la humanidad y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro”. Entonces ¿puede haber ‘verdadero periodismo’ si su intención es servir al poder establecido –o peor, al empíreo de la inmunidad– en lugar de promover los cambios que realmente ayuden al resto de la sociedad?
Segundo, el tema de las concesiones públicas y su usufructo. El tema es por demás espinoso pero requiere una reflexión urgente. En efecto, la nación es propietaria del espacio radioeléctrico donde se transmiten infinidad de contenidos; las empresas privadas gestionan concesiones que el gobierno otorga para el usufructo del mismo espacio y, entre sus contenidos, usualmente se producen informativos con trabajo de periodistas.
Si bien estos periodistas son empleados de particulares, su trabajo está sujeto al bien social más que al bien privado (o al menos debería estarlo) y; de hecho, las autoridades de la nación deberían tomar con mayor seriedad el cuidado de los periodistas para que no se reduzcan a legitimadores de los intereses patronales. Y, al mismo tiempo, los periodistas deben ser intensamente protegidos por sus empleadores pues, sin su apoyo, es fácil que queden a merced de otros poderes (incluso ilícitos o fácticos) que no sólo terminan pervirtiendo la libertad de expresión sino que ponen en jaque las condiciones que toda libre empresa debe tener garantizadas.
Además, que la propiedad de los espacios intangibles de difusión esté en manos de la nación no significa que puedan ser administrados utilitaria o unilateralmente por cualquier gobierno en turno (por más legítimo que este sea); porque la propiedad no es coyuntural ni restrictiva al mandato vigente. El espacio pertenece al pueblo, en el ahora y en el futuro, bajo éste y bajo cualquier otro gobierno, aun cuando ni siquiera aspire a ser democrático.
Hubo una última inquietud planteada: ¿Con qué autoridad ética o moral los periodistas pueden sentar a la silla de los acusados a funcionarios, poderosos y personajes públicos? La respuesta es simple: Con ninguna que provenga del poder o del privilegio. La única autoridad que otorga verdadera fuerza ética y moral a los periodistas para interrogar y juzgar proviene de la debilidad. De la debilidad de sus pueblos, del silencio de los acallados, de la invisibilidad de los excluidos y del dolor de los descartados. El poder del periodismo no se encuentra sólo en el servicio, sino en el servicio a los necesitados; y la auténtica libertad de esta vocación sólo puede ser garantizada por usted y muchos otros que nos apoyan leyéndonos, escuchándonos y compartiéndonos.