Indicador político
Tuvo razón el finado Javier Valdez y todos quienes se le han sumado en esta terrible cuenta de cadáveres: “Sobran los temas, pero todos los senderos, escoltados de plantas con espinas, conducen a la pólvora incendiada… las calles sólo conducen a un humo caliente, que se levanta y baila con el viento, después del disparo”.
La violencia en México parece esperarnos a la vuelta de la esquina, en una mañana o un atardecer, sobre la tierra yerma o frente a un sagrario. Nada, en realidad, ha cambiado en las miradas de quienes sostienen las armas y las usan contra su prójimo.
Hubo confianza, sí, en que un cambio de estrategia mejoraría nuestras vidas. La fórmula y ruta nos pareció simple: Un gobierno legítimo por los cuatro costados construiría un Estado fuerte que combatiría la corrupción desde dentro, trabajaría por la desmilitarización del territorio para ciudadanizar la seguridad y, en un honesto compromiso por los últimos, acercaría más oportunidades educativas y laborales para los jóvenes más vulnerables y primeros destinatarios de la cultura criminal. Esa ruta haría un viraje radical de nuestra loca carrera hacia el barranco que comenzó hace tres sexenios.
Nada, por desgracia, ha cambiado. La legitimidad, en lugar de unidad, trajo polarización y descrédito; el combate a la corrupción, si existe, es imperceptible por la ignominiosa impunidad; el sueño de la desmilitarización se ha esfumado; y los jóvenes, con o sin becas, siguen apostando a la cultura de muerte gracias al peculio inmediato y a la ominosa incertidumbre.
Los crímenes contra los sacerdotes jesuitas de la sierra tarahumara (junto con el resto de asesinatos de Cerocahui) pintan de cuerpo entero el ‘conflictus scaena’ de nuestra realidad mexicana: Un extenso escenario donde el dominio material y simbólico es controlado por la trasgresión, la fechoría y la impunidad; el pueblo es víctima del pueblo; la sangre palpita en la impaciente mano del sicario o se escurre emanando de un cadáver.
Mientras, la gente de bien se resiste a tal determinismo y busca nuevos caminos que no conduzcan a trágicos finales pero, como les pasó a los rarámuri durante las primeras invasiones, ellos cedieron palmo a palmo sus tierras hasta que ya no hubo a dónde ir.
Y, si ya no hay senderos, habrá que crearlos. Pero ¿cómo? ¿Con qué fuerzas?
Hoy, una indignación de grado indómito recorre las venas de los testigos de la muerte y el llanto, revela hartazgo pero también deseos de cambio. Sobre esta tierra, absorta y muda, que nada mira y a nadie atiende, esa indignación quiere ser protesta y advertencia, sí; pero también coraje y esperanza.
Al pueblo mexicano nos urgen nuevos senderos de paz; pero no aquellos que están sembrados de armas, insignias y billetes. Urgen caminos que pasen por la justicia social, el cuidado de la creación, la defensa de los pueblos, el reconocimiento de los abusos, la protección de los débiles, la promoción de la paz, la escuela de reconciliación y la búsqueda del bien común.
Más el camino -como dijo el clásico- está en el andar; está en el trabajo, no en el privilegio ni en la comodidad. El camino se marca con muchos pasos y sin egoísmos, compartiendo la senda donde puedan ir todos, sin discriminaciones ni prejuicios; una vía donde los padres enseñen a su prole a extender la mirada antes que la mano, a desterrar los sentimientos de avaricia o insaciabilidad. Siguen siendo proféticas las palabras que el papa Francisco dijo en el Palacio Nacional ante la élite de liderazgos políticos, sociales, económicos y religiosos de México: “Cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”.
El filósofo de Güémez diría que “las cosas son como son hasta que dejan de serlo”. Y dejarán de serlo cuando en verdad seamos capaces de actuar. Es imperdonable que autoridades y liderazgos políticos mantengan todavía hoy su posición de autosuficiencia, autopreservación y privilegio; es más triste aún que muchos otros, en lugar de caminar, quieran encaramarse a ese trono de palo hueco. Ya lo advierte el rarámuri: ‘Arigá caponi, si’néamica ripá moba jábaso…’ Al final, (la vara) se quebró cuando se pararon todos encima.