Indicador político
La democracia tiene su propio paradigma de verdades, algunas discutibles, pocas certezas y un puñado de reglas que acotan al poder político y al gubernamental, como la división de poderes, elecciones justas, la descentralización y la intervención de entidades autónomas, la libertad de expresión, la legalidad y el imperio de la constitucionalidad. Por eso se dice que la democracia es esencialmente procedimental, de procesos. Los vientos del descontento dejan todo en cuestión. Increíble que una democracia histórica, la norteamericana, esté en jaque, no sólo por Donald Trump, sino por su partido y por una clara mayoría blanca con alguna presencia muy minoritaria de hispanos y negros, suficientes para empatar y eventualmente ganar la elección. La democracia en EU y en el mundo no será la misma si gana Trump y más si lleva a sus últimas consecuencias sus dichos de campaña; ya habla de los “malos genes” de los migrantes, expresión propia de la superioridad racial y el uso de la fuerza militar contra los “lunáticos izquierdistas” en casa. En México, seis años de obradorismo fueron suficientes para cultivar en la población el desdén por las instituciones de la democracia. El ataque a los medios y periodistas independientes fue feroz y constante, los órganos autónomos fueron colonizados, los juzgadores y la Corte desacreditada, los poderes locales dominados por su propio partido y la legalidad selectiva y aplicada con un claro sentido político. La sociedad quedó en estado de indefensión por el sometimiento de las élites y la incompetencia de la oposición formal. El obradorismo se impuso y transita de la ilegalidad a la legalidad autocrática con tintes de tiranía si no de totalitarismo. El populismo es autoritario, pero no excluyente ni reprime como primer recurso. Hasta ahora se vive en tal etapa, y todo puede derivar en extremos impensables. El riesgo de la militarización no sólo es que las fuerzas armadas sean desviadas de su insustituible y honorable tarea, sino que sean parte políticamente interesada, justo lo contrario de lo que se pretendió hace casi un siglo para darle al país un curso civil y civilizado en la competencia y ejercicio del poder. El escenario adelante resulta sumamente preocupante. Si el régimen pierde consenso, la tentación por las medidas de fuerza estarán presentes y al alcance, con el problema que la disuasión está en manos de militares, no de policías civiles, receta en la democracia. De persistir las elevadas tasas de popularidad a pesar de los magros o contraproducentes resultados, se instalará en el país la realidad alterna, prevalecerá la propaganda y la libertad de expresión y toda forma de escrutinio social al poder estará más reducida que hoy día. Es extremadamente bochornoso, por calificarlo de alguna manera, el proceso de la reforma judicial. Su contenido, el trámite de su aprobación, su reglamentación y su implementación. Dejar a la suerte, con tómbola de por medio, la selección de juzgadores al retiro, recurso muy del obradorismo, es una metáfora cruel del deplorable destino de la justicia y del país. Sin anticuerpos para contener la andanada autoritaria, no existe en la política o desde la sociedad manera de promover modificaciones menores al absurdo que se presenta. Se anticipa que México sufrirá de una peor justicia federal a la que existe. El líder moral ya se cobró con creces su venganza, a costa del país, de su lugar en la historia y del movimiento que representa. Su registro estará en triste y penoso lugar; la popularidad del momento llevará al banquillo no sólo a esta generación, sino a la sociedad mexicana que no pudo, no quiso o no le interesó defender los logros de las últimas décadas, como la democracia electoral, la división de poderes y la aspiración a una constitucionalidad de los actos de autoridad y legislativos a partir de la independencia de los órganos jurisdiccionales. Una sociedad que negó la mejor lección del pasado reciente, la reforma con la participación de la pluralidad, vía para crear instituciones, mejorarlas y depurarlas. Una era oscura como califica Salvador Camarena, pero no sólo por la ley del más fuerte, sino por la destrucción institucional que contiene el abuso del poder, política que estigmatiza el diálogo y el acuerdo. Salvador refiere al efecto, el problema está en la causa y ese problema remite a la nueva legalidad que constituye, a su vez, un nuevo paradigma, claramente un retroceso ajeno a las preglas propias de la democracia liberal.