Indicador político
Uno de los problemas que tuvo que resolver la normalidad democrática fue el tránsito de la legalidad a la legitimidad. Podría haber elecciones legales, pero no legítimas. En el pasado las elecciones se inventaban y, ocasionalmente, cuando había competencia se arrebataban. La legitimidad de las autoridades, especialmente la del presidente de la República, no descansaba en el voto, sino en el ritual asociado a los símbolos del régimen que invocaba la historia, el partido, sus personajes y acontecimientos. La tesis de la elección como trámite o referéndum corre por la misma vena. No es la competencia ni el voto lo que legitima, sino la pertenencia al proyecto que remite a una versión particular de la historia. Lo relevante es el ungimiento y el reconocimiento unánime y sin reserva de quienes participan del régimen. El uso de las encuestas para seleccionar a los candidatos presidenciales no era para resolver la competencia, de hecho, estaba proscrito el debate y ni espacio hubo para proyectos o posturas diferenciadas de los aspirantes porque la encuesta era un recurso asociado a la verdad revelada, una manera de ratificar la designación del líder moral. Como en los años del dedazo Claudia gana la candidatura como unción del poder, no como producto de la competencia, ni mucho menos de la voluntad mayoritaria, la encuesta confirma una decisión previa. Asombra la analogía del régimen de “la revolución” con el de la “cuarta transformación”. La legitimidad no es democrática, no es la voluntad popular que se manifiesta en el sufragio libre y que resulta de la competencia abierta y razonablemente equitativa; la legitimidad es producto de un mandato pretendidamente histórico. El pueblo ya decidió y ahora lo que corresponde es ser representativo de esa decisión originaria. Esta reflexión hace recordar el mensaje de Luis Donaldo Colosio en el aniversario del PRI a semanas de que lo asesinaran. Palabras más o menos decía que corresponde a los partidos autoritarios invocar a la historia como fuente de su legitimidad o autoridad; los democráticos lo hacen a partir de los resultados, de su actuación en el ejercicio del gobierno o de la representación política. El mensaje del sonorense tenía un profundo sentido autocrítico y sin duda era la hoja de ruta por la que habría de transitar el PRI, asumir la competencia con todas sus consecuencias, la legitimidad del otro y el voto como punto de partida. En las palabras del sonorense no cabían las ideas del fraude patriótico de Manuel Bartlett en las elecciones de Chihuahua de 1986. El camino para que la legalidad transitara a la legitimidad fue largo y sinuoso. El tema central era el respeto al sufragio y que hubiera elecciones confiables organizadas por autoridades imparciales, con instrumentos confiables como es la lista de votantes y reglas de equidad y transparencia que se consolidaron con la reforma de 1996, normatividad que se construyó a partir del consenso. La normalidad democrática se logra no sólo por la manera como se organizan los comicios, también por sus resultados, inevitablemente, la alternancia y la inclusión de la pluralidad, cuyo visionario promotor fue Reyes Heroles con la reforma política de 1977. A partir de 1997 el país ha logrado consolidar una democracia electoral que cumple plenamente con cualquier estándar de calidad y confiabilidad. Hay insuficiencias, sin duda y necesidad de seguir transitando por las reformas que corrijan errores y que ajusten las reglas a la nueva realidad social, entre otras, las que se derivan del cambio tecnológico y que impacta la comunicación y a las campañas. También existe una necesidad creciente de blindar a la política de la amenaza de la interferencia criminal en el financiamiento y en el desarrollo de las campañas y las votaciones. Los comicios próximos rompen con la inercia hacia la institucionalidad democrática. No sólo es la propuesta de cambio de régimen democrático, es fundamentalmente la incapacidad de las autoridades electorales para hacer valer la legalidad vigente ante la violación reiterada de la equidad por parte del jefe de Estado. No es un asunto menor porque la amenaza es doble: por una parte, una elección claramente inequitativa afectada por la intromisión legal del crimen y del gobierno y, por la otra, una propuesta de devastación democrática que significa que el retroceso democrático será por mucho tiempo. Esto es, el regreso de la legitimidad como mandato histórico y no como voluntad democrática a partir del respeto al sufragio.