Indicador político
En la pasada manifestación conmemorativa del 2 de octubre, en el Zócalo de la Ciudad de México se verificó lo de cada año: que se mantiene moderadamente viva la indignación estudiantil ante las acciones de represión, coacción e injerencismo de los diversos poderes formales o fácticos de cada generación; y que continúan funcionando los viejos mecanismos de movilización gremial juvenil. Un tema que sin duda requiere un análisis profundo y que, sin embargo, quedó oculto bajo un episodio que también merece la pena comentar.
En medio del mitin, algunos jóvenes distinguieron la presencia de la politóloga Denise Dresser y, de inmediato, procedieron a increparla hasta correrla del lugar. Más tarde, la académica reviró en sus redes sociales y en su muy popular columna que lamentaba la situación, que le daba tristeza la exclusión de la que fue víctima y acusó a los vociferantes que la expulsaron de escatimarle sus derechos: “En su mapa mental no puedo tener voz ni derecho a disentir”, dijo.
Esa tarde y a la mañana siguiente, cientos de colegas, amigos y muchos ciudadanos con acceso a redes y otros recursos apoyaron a la politóloga de la mejor manera: Invitando a la gente a leer su columna y a escuchar su reflexión después del difícil entuerto vivido en la plancha del Zócalo.
Por ello, aunque no estoy de acuerdo con el abucheo vivido contra de la escritora por parte de la multitud de manifestantes anónimos, puedo comprenderlo absolutamente. Dresser se equivoca: Ella no es un ciudadano común cuya voz requiere de la solidaridad de miles de acallados para apenas ser un susurro frente a los poderes. La muestra está en la inmensa visibilidad de cada una de sus palabras en medios locales, nacionales e internacionales; ella tiene oportunidad de ocupar espacios de diálogo y debate público en diferentes foros y medios de comunicación; incluso su voz y su pensamiento son ejes centrales en espacios de poder específico y en agendas internacionales de injerencia en políticas públicas en México.
Los miserables, los invisibles, los larga y sistemáticamente excluidos no cuentan con ninguna facilidad para hacer escuchar su voz.
Esto me recuerda ese fragmento de la novela post revolucionaria ‘Nueva Burguesía’ de Mariano Azuela denominado ‘La manifestación del hambre’. En el episodio se relata el acarreo al Zócalo capitalino de unos manifestantes muy singulares: “La indiada seguía bajando de jaulas de ganado, vestidos de manta, neja, sombreros de soyate deshojándose de puro viejos, de huaraches o descalzos… era una exhibición vergonzosa de la miseria en que se mantiene todavía al pueblo: un desfile de doscientos mil parias en camisas y calzones rotos y mugrosos”. La manifestación era una respuesta del candidato oficial contra el candidato de oposición que una semana atrás había hecho su propia concentración popular.
Azuela pintó, además, desvergonzados, a otros personajes acomodados y privilegiados: los que van de aquí a allá desayunando, comiendo y visitando a señoritas ricas para camelarlas; y nos ofrece un momento dramático: Un capataz que organizaba el acarreo de los campesinos al Zócalo vació su pistola contra unos vagos que comenzaron a insultar a acarreados y acarreadores. Es decir, que la voz de esos vagos anónimos fue acallada por quienes manipulaban la voz de los pobres acarreados: “ —Griten: ¡Viva el general Ávila Camacho! … y respondían una cuantas voces desvaídas”.
Las reacciones sobre la exclusión de Dresser de la manifestación del 2 de octubre son de lo más variopintas pero las que se equivocan son aquellas que creen que esto tiene que ver con democracia o con participación social. No. Tiene que ver con el poder y el uso de la voz.
Todo aquel personaje que, desde el empíreo del poder, del dinero o de los medios, tiene oportunidad de multiplicar y hacer llegar su voz a los más recónditos espacios de vida social o cotidiana no puede asegurar que es “un ciudadano común y corriente”. Quienes tenemos oportunidad de acceso a los medios de comunicación y tenemos la responsabilidad de dirigirnos a la sociedad a través de espacios de debate o de influencia (como las universidades, las empresas, los grupos políticos, etcétera) debemos reconocer un privilegio del cual la inmensa mayoría de la población no goza.
Lo verdaderamente censurable es que, contemplando la realidad de los miserables sin voz o a los audaces acallados a plomo o a punta de cuchillo cebollero, haya colegas hiper privilegiados que aseguren que sientan “tristeza de ser excluidos”.
En fin, lo que sí es un asunto democrático es cuando las personas privilegiadas con acceso a medios y a centroides de poder ceden su propia voz por la voz de los ‘sin voz’… entonces sí, los excluídos lo aceptan como uno de los suyos.