Libros de ayer y hoy
Salman
Hadi Matar, un musulmán gringo-libanés de 24 años que leyó dos páginas de la novela Los versos satánicos, acudió a una conferencia de Salman Rushdie en un pueblo a 650 kilómetros al oeste de la ciudad de Nueva York y sobre el proscenio apuñaló ferozmente al escritor el pasado 13 de agosto.
Pareciera que así se consumó la sentencia de muerte expedida contra el autor hace 33 años por el ayatola Jomeini por sus blasfemias contra el islam. El edicto, conocido como fatua, llamó a todo seguidor del Profeta a cumplir el laudo. Para estimular sentimientos superiores a los religiosos, se dispuso una recompensa de tres millones de dólares.
Salman por fortuna no perdió la vida y todo indica que el mozalbete se la pasará en el calabozo en vez de refocilarse con las 72 vírgenes en el paraíso prometido a los yihadistas vengadores. Tampoco es claro que vaya a recibir la recompensa. Y no tendrá el consuelo de la compasión familiar, pues su madre se deslindó públicamente de su idiotez.
Otra consecuencia del proditorio asalto -no inusual en los atentados contra la libertad de expresión- fue la vivificación de la obra de Rushdie. Incluso los más leídos de mis conocidos se percataron de la obra de este indio-británico que es un volcán solitario en el continente literario.
He citado con frecuencia a Salman en Juego de ojos. Hoy comparto, al amparo del interés literario, el ensayo “La magia al servicio de la verdad” que a la muerte de García Márquez Rushdie publicó en el suplemento de libros del New York Times el 21 de abril del 2014. En él brilla su conocimiento y aprecio por la literatura planetaria en general e hispanoamericana en particular, poco correspondidos en esta parte del mundo con respecto a su obra o a la de autores del Raj como, por citar a dos de una constelación, Kamala Markandaya o el alucinanante Vikram Seth.
“Gabo vive. La extraordinaria atención que se prestó en todo el mundo a la muerte de Gabriel García Márquez, y el dolor genuino que sintieron los lectores de todo el mundo por su fallecimiento, nos dice que sus libros están muy vivos. En algún lugar, un ‘patriarca’ dictatorial todavía está cocinando a su rival y sirviéndolo a sus invitados en un gran plato; un viejo coronel espera una carta que nunca llega; una hermosa joven está siendo prostituida por su malvada abuela y un patriarca más amable, José Arcadio Buendía, uno de los fundadores del nuevo pueblo de Macondo, personaje interesado en la ciencia y la alquimia, le informa a su esposa horrorizada que ‘la tierra es redonda, como una naranja’.
“Vivimos en una era de mundos alternativos e inventados. La Tierra Media de Tolkien, Hogwarts de Rowling, el universo distópico de Los juegos del hambre, los lugares donde merodean los vampiros y los zombis, tienen su día. Sin embargo, a pesar de la moda de la ficción fantástica, en el microcosmos ficticio más fino de la literatura hay más verdad que fantasía. En Yoknapatawpha de William Faulkner, Malgudi de R. K. Narayan y, sí, el Macondo de Gabriel García Márquez, la imaginación se utiliza para enriquecer la realidad, no para escapar de ella.
“Cien años de soledad tiene ahora 47 años [en 2014] y, a pesar de su colosal y perdurable popularidad, su estilo, el realismo mágico, ha dado paso en América Latina a otras formas de narración, en parte como reacción a las dimensiones del logro de García Márquez. El escritor más respetado de la siguiente generación, Roberto Bolaño, declaró famosamente que el realismo mágico ‘apesta’, y se burló de la fama de García Márquez, llamándolo ‘un hombre terriblemente contento por haberse codeado con tantos presidentes y arzobispos’. Fue un arrebato infantil, pero demostró que para muchos escritores latinoamericanos la presencia del gran coloso en medio de ellos era más que agobiante. (‘Tengo la sensación’, me dijo una vez Carlos Fuentes, ‘que los escritores en América Latina ya no pueden usar la palabra ‘soledad’, porque les preocupa que la gente piense que es una referencia a Gabo. Y tengo miedo —añadió con picardía— de que pronto tampoco podamos usar la frase ‘100 años’). Ningún escritor en el mundo ha tenido un impacto semejante en el último medio siglo. Ian McEwan ha comparado con precisión su preeminencia con la de Charles Dickens. Ningún escritor desde Dickens fue tan leído y querido como Gabriel García Márquez.
“El fallecimiento del gran hombre puede poner fin a la ansiedad de los escritores latinoamericanos por su peso y permitir que el trabajo de ellos sea apreciado sin rivalidades. Fuentes, reconociendo la deuda de García Márquez con Faulkner, llamó a Macondo su condado de Yoknapatawpha, y ese puede ser el mejor punto de entrada a la obra. Estas son historias sobre personas reales, no cuentos de hadas. Macondo existe; esa es su magia.
“El problema con el término realismo mágico es que cuando la gente lo expresa o lo escucha, en realidad está escuchando o diciendo solo la mitad, magia, sin prestar atención a la otra mitad, realismo. Pero si el realismo mágico fuera solo magia, no importaría. Sería un mero capricho, una escritura en la que, como cualquier cosa puede suceder, nada tiene consecuencias. Es pues que la magia en el realismo mágico tiene raíces profundas en lo real, porque surge de lo real y lo ilumina de maneras hermosas e inesperadas, que funciona. Veamos este famoso pasaje de Cien años de soledad:
“‘Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el sonido de un disparo de pistola resonó en la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en línea recta por los desniveles de las terrazas, bajó escalones y saltó bordillos, pasó por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, hizo ángulo recto en la casa de los Buendía, entró por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala, pegado a las paredes para no manchar las alfombras. . . y salió a la cocina, donde Úrsula se disponía a romper 36 huevos para hacer pan.
“‘¡Santa Madre de Dios!’, gritó Úrsula.
“Algo absolutamente fantástico está sucediendo aquí. La sangre de un muerto adquiere un propósito, casi una vida propia, y recorre metódicamente las calles de Macondo hasta posarse a los pies de su madre. El comportamiento de la sangre es ‘imposible’, pero el pasaje se lee como verdadero, el viaje de la sangre es como el viaje de la noticia de su muerte desde la habitación donde se pegó un tiro hasta la cocina de su madre, y su llegada a los pies de la matriarca. Leemos a Úrsula Iguarán como una gran tragedia: una madre se entera de que su hijo está muerto. El alma de José Arcadio puede y debe seguir viva hasta llevarle a Úrsula la triste noticia. Lo real, por la adición de lo mágico, gana en fuerza dramática y emocional. Se vuelve más real, no menos.
“El realismo mágico no fue invención de García Márquez. El brasileño Machado de Assis, el argentino Jorge Luis Borges y el mexicano Juan Rulfo lo precedieron. García Márquez estudió cuidadosamente la obra maestra de Rulfo, Pedro Páramo, y comparó el impacto que tuvo en él con el de la Metamorfosis de Kafka. (En el pueblo fantasma de Comala de la novela, es fácil ver el lugar de nacimiento del Macondo de García Márquez.) Pero la sensibilidad mágico-realista no se limita a América Latina. Aparece en todas las literaturas del mundo de vez en cuando y García Márquez era muy leído.
“El interminable caso judicial de Dickens, Jarndyce vs. Jarndyce en Bleak House, encuentra parentela en Cien años de soledad en el interminable tren que pasa por Macondo durante una semana. Dickens y García Márquez son ambos maestros de la hipérbole cómica. La Oficina de Circunloquios de Dickens, un departamento de gobierno que existe para no hacer nada, habita la misma realidad ficticia que todos los gobernadores y tiranos indolentes, corruptos, autoritarios en la obra de García Márquez.
“El Gregor Samsa de Kafka, metamorfoseado en un gran insecto, no se sentiría fuera de lugar en Macondo, donde las metamorfosis son tratadas como algo común. El Kovalyov de Gogol, cuya nariz se separa de su rostro y deambula por San Petersburgo, también se sentiría como en casa. Los surrealistas franceses y los fabulistas americanos también forman parte de este grupo literario, inspirados en la idea de la ficcionalidad de la ficción, de su maquillada, idea que libera a la literatura de los confines de lo naturalista y le permite acercarse a la verdad por rutas más salvajes, y quizás más interesantes. García Márquez sabía muy bien que pertenecía a una familia literaria muy amplia. William Kennedy lo cita diciendo: ‘En México, el surrealismo corre por las calles’. Y luego: ‘La realidad latinoamericana es totalmente rabelaisiana’.
“Pero, para decirlo de nuevo: los vuelos de fantasía necesitan terreno real bajo ellos. Cuando leí por primera vez a García Márquez nunca había estado en un país de América Central o del Sur. Sin embargo, en sus páginas encontré una realidad que conocía bien por mi propia experiencia en India y Pakistán. En ambos lugares hubo y hay un conflicto entre la ciudad y el pueblo, y hay abismos igualmente profundos entre ricos y pobres, poderosos e impotentes, grandes y pequeños. Ambos son lugares con una fuerte historia colonial, y en ambos lugares la religión es de gran importancia y Dios está vivo y, lamentablemente, también lo están los santones.
“Conocí a los coroneles y generales de García Márquez, o al menos a sus homólogos indios y paquistaníes; sus obispos eran mis mulás; sus calles de mercado eran mis bazares. Su mundo era el mío, traducido al español. No es de extrañar que me enamoré de él, no por su magia (aunque, como escritor criado en los fabulosos ‘cuentos de maravillas’ de Oriente, eso también era atractivo) sino por su realismo. Sin embargo, mi mundo era más urbano que el suyo. Es la sensibilidad pueblerina la que le da su particular sabor al realismo de García Márquez, el pueblo en el que la tecnología da miedo, pero una devota niña que levita al cielo es perfectamente creíble; en el que, como en los pueblos de la India, se cree en todas partes que lo milagroso coexiste con lo cotidiano.
“Fue un periodista que nunca perdió de vista los hechos. Era un soñador que creía en la verdad de los sueños. También fue un escritor capaz de momentos de belleza delirante y, a menudo, cómica. Al comienzo de El amor en los tiempos del cólera: ‘El aroma de las almendras amargas siempre le recordaba el destino del amor no correspondido’. En el corazón de El otoño del patriarca, después de que el dictador vendiera el Caribe a los estadounidenses, los ingenieros náuticos del embajador estadounidense ‘se lo llevaron en pedazos numerados para plantarlo lejos de los huracanes en los amaneceres rojos como la sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, señor general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros tímidos ahogados, nuestros dragones enloquecidos.’ El primer tren llega a Macondo y una mujer enloquece de miedo. ‘Ya viene’, llora. ‘Algo espantoso, como una cocina arrastrando a un pueblo tras de sí’. Y por supuesto, inolvidablemente:
“‘El coronel Aureliano Buendía organizó 32 alzamientos armados y los perdió todos. Tuvo 17 hijos varones de 17 mujeres diferentes y fueron exterminados uno tras otro en una sola noche antes de que el mayor cumpliera los 35 años. Sobrevivió a 14 atentados contra su vida, 73 emboscadas y un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una dosis de estricnina en su café que hubiera sido suficiente para matar a un caballo’.
“Ante tal magnificencia, nuestra única reacción posible es la gratitud. Era el más grande de todos nosotros.”
Mi gratitud a The New York Times por haber recuperado el ensayo y a Pamela Paul, a los 17 años valiente promotora clandestina de Los versos satánicos en una librería de Manhattan después de la fatua del ayatola iraní, y a los 42 la editora del Times Book Review que logró con ayuda de Andrew Wylie, que Salman Rushdie escribiera “La magia al servicio de la verdad”. Vale.