Indicador político
Trabajar para alcanzar el poder político en una nación de casi 130 millones de personas, con un gran volumen de mercado y una posición geopolítica estratégica nunca ha sido un mal negocio. En las últimas décadas, las campañas electorales tradicionales con afiches, mantas, perifoneo y tiempos comerciales o periodísticos en radio y televisión han evolucionado en muy potentes y afinadas operaciones con herramientas de marketing, posicionamiento, conversación y segmentación psicográfica a través de las más furtivas herramientas de la vida digital, en la llamada cotidianidad onlife.
Por ello, la regulación de los diferentes servicios estratégicos de campaña electoral y posicionamiento de narrativas políticas y candidatos deberían representar una conversación obligada en la construcción democrática de un país; porque los cuartos de guerra digitales y la manipulación de la agenda política a través de la vida onlife de los ciudadanos se han vuelto un negocio indispensable para los aspirantes al poder, pero también se han tornado en una amenaza a principios democráticos básicos como son: el acceso a la información veraz, útil y necesaria; la claridad de los intereses involucrados detrás de proyectos políticos concretos; la libertad de participación y organización social; y, por supuesto, la equidad.
En estos días, en las vísperas del inicio formal de las campañas electorales para la votación de más de 20 mil cargos de elección popular en México, hemos sido testigos de la potencia que tienen en el el juego político los diferentes usos de las plataformas digitales con mecanismos que van desde lo meramente mercadológico hasta lo francamente mafioso y criminal.
La sincronización de herramientas digitales tanto en plataformas de masiva conversación que en teoría “representan” el sentir de clusters sociales como en la presión mediatizada a través de cuestionables denuncias “periodísticas” nos obligan a interrogarnos sobre las fuerzas involucradas en la construcción de lo que los publicistas denominan ‘narrativa’. Y, como su nombre lo indica, la narrativa tiene que ver más con la ficción que con la realidad; así que dichas estratagemas suelen movilizar conversaciones y sentimientos, lenguajes y polémicas de manera artificial o programática.
Por supuesto, no me refiero exclusivamente al papel de los bots, troll centers y demás tácticas de odio y desinformación que ya son habituales en plataformas digitales sino al resto de estrategias más sutiles pero más perniciosas cuyo objetivo es afectar diferentes valores de emoción y sentimientos entre grupos específicos de la población a través de la colocación y disponibilidad de estilos de vida, necesidades, aspiraciones, deseos, miedos e inquietudes que ‘preparan’ a las audiencias a tener mayor o menor receptividad a mensajes políticos concretos, y que crean o potencian discursos o narrativas políticas específicas hasta colocarlas en la agenda social y nacional.
Las recientes denuncias de que los war room digitales de los principales contendientes políticos en este proceso electoral participan de forma irregular a través de adquisición de granjas de bots o de la colocación artificial de ciertas conversaciones políticas en la esfera de la vida digital de los mexicanos, corrobora que los poderes fácticos y los intereses inconfesables de grupos económicos o geopolíticos participan de una manera directa en la sucesión de poderes constitucionales y en el proceso democratizador de México.
La guerra digital tiene, además de anónimos robots-soldados e inasibles tropas de trolls, generales con nombre y apellido así como patrocinadores ‘señores-de-la-guerra’ que utilizan estos recursos en su favor y por su exclusivo interés. Estas condiciones son absolutamente adversas para la democracia en cualquier nación.
La guerra digital en tiempos electorales ha demostrado tener un rostro escandalósamente peligroso para los principios democráticos: crea desinformación y divulga mentiras; propaga miedo, odio y resentimiento a los mecanismos de justicia y representación social; desprecia la realidad alterando artificialmente la apariencia de la verdad; oculta entre nubes de bots y trolls a los auténticos operadores de las ‘tendencias’ e ‘intereses populares’; desequilibra radicalmente la confrontación entre grupos de poder; e invisibiliza mediante algoritmos los clamores sociales adversos a sus propios intereses. Y, por desgracia, no hay ninguna marea ni ningún paladín de las instituciones democráticas que siquiera esté reflexionando sobre esto. Está comprobado que al ciudadano le es más fácil marchar por un color que cuestionar si lo que le provoca recelo, animadversión, ira y hasta sentimientos de venganza es su permanente exposición a estas estrategias de la guerra digital en su vida cotidiana.
Porque aunque no se toque el INE o las instancias reguladoras de la participación electoral de los ciudadanos, es el propio ejercicio democrático el que se encuentra pervertido y desnaturalizado bajo oscuros y perniciosos algoritmos que afectan nuestra libre decisión.