Indicador político
La muerte de Benedicto XVI sigue provocando contrastantes reflexiones sobre su vida, obra, servicio y pontificado. Durante sus discretos y hasta menguados ritos funerarios apenas un puñado de entusiastas devotos clamaron porque se diera inicio al proceso de canonización mientras otros no esperaron siquiera a que sus restos fueran sepultados para afirmar que bajo el brazo contaban con la verdad y “nada más que la verdad” sobre los últimos años del controversial pontífice.
Desde muchas partes del mundo, diversos círculos eclesiales reconocen que el estilo de Joseph Ratinzger/Benedicto XVI al frente de la doctrina y la disciplina de la Iglesia fue obsesivo contra la apertura teológica popular de la fe cristiana. Afirman que, bajo una perspectiva dogmática eurocentrista del cristianismo católico institucionalizado, el cardenal y pontífice alemán censuró sistemáticamente espacios de pensamiento cristiano que emergían desde las invisibles periferias globales, los rincones sociales descartados y los extensos cinturones de desposeídos.
No obstante, hay quienes contemplan en Benedicto XVI un verdadero promotor de un diálogo auténtico entre la fe y la razón. Y debo remarcar ‘auténtico’ pues, cuando se trata de debatir en torno a aquellos, se suele censurar el riesgo de disputar y polemizar sobre profundas convicciones interiorizadas. Hablar de fe y razón en el mundo actual parece exigir pertrechos de falsos miramientos y fingimientos demandados por una farisaica corrección política contemporánea: Ser creyente, no es una enfermedad ni una limitación mental; además, elegir y explorar con disciplina y método los márgenes de la propia creencia es un acto nobilísimo y de ensanchamiento del espíritu humano. Benedicto arriesgó el plácet secular de su vida sin levantar siquiera la voz; pero, incluso así llegó a incomodar abismal y agudamente a un mundo que tiene miedo de pensar en Dios.
Quizá por esto último, algunos católicos más apasionados por las virtudes que por los defectos del fallecido pontífice, reconocen que desean ver a Benedicto XVI verificado como un ‘doctor de la Iglesia católica’, un fecundo escritor, un audaz explorador del pensamiento cristiano milenario y un impulsor de un modelo sistemático de reflexión de la actualidad mediante la ayuda de la vasta riqueza de la fe cristiana.
Hay que señalar que, según las reglas vigentes, para declarar a un hombre o mujer como ‘doctor de la Iglesia’ se deben cumplir cuatro requisitos: haber sido ya canonizado, la revisión exhaustiva de la ortodoxia en la fe de su vida y obra, la eminencia en la doctrina aportada y la verificación de que su producción intelectual provoca un “influjo benéfico en las almas” de quienes lo leen o estudian.
Así que, primero debe cumplirse el largo -muy largo- proceso de canonización de Benedicto XVI, esperar a que Dios certifique su presencia en el gozo eterno mediante la gracia de dos milagros concedidos por su intercesión y, al mismo tiempo, validar sus aportaciones intelectuales. También se hace oportuno señalar -como se hizo cuando se anticipó extraordinariamente la canonización de Juan Pablo II- que la canonización es por la persona, no por el pontificado. La complejidad de un gobierno pontificio y las muchas personas que intervienen -a veces con intereses non sanctae- suelen hacer flaco favor a la vida espiritual de quien ocupa el solio papal.
Un último apunte sobre los funerales de Benedicto XVI vividos el pasado 5 de enero. La Plaza de San Pedro se vio largamente bañada por una densa y gélida nube que obligó a solemnizar los silencios, a apreciar la lenta cadencia de la ceremonia y la sobria austeridad del rito exequial de un cristiano más; lejos de la frivolidad de las pompas fúnebres monárquicas o mediatizadas del poder. No pasó desapercibido el singular momento e hizo recordar esos versos del inmortal Goethe: “Cuando el viejísimo Padre sagrado, con calmo gesto, desde las nubes apelmazadas, sobre la tierra -lluvia bendita- pródigo siembra, yo siento el ansia, trémula el alma de filial gozo de, arrodillado, besar la fimbria de su divino manto celeste”. Sí, aquello fue sin duda, un influjo benéfico.