Indicador político
¿Podrían tener algo en común el triunfo de Lula en Brasil, el rechazo de la nueva constitución en Chile y los infructuosos intentos de grupos anti populistas para detener a ‘las izquierdas’ en España y América Latina? Es posible y, en el fondo parece que no sólo se trata del complejo contexto cultural que comparten, sino de las bases discursivas que cada polo de identidad ideológica y política asume.
Vamos por partes. Los datos electorales de la segunda vuelta presidencial en Brasil revelan que prácticamente cualquiera de los dos candidatos pudo haber ganado; la distancia es verdaderamente pequeña en la proporción del inmenso país. Sin embargo, ganó Lula y, sin menospreciar todo el trabajo político a ras de suelo, hay que mirar a los discursos que los contendientes ofrecieron a sus potenciales electores.
Por un lado, Bolsonaro apeló a un radical cinismo de realidad, a cientos de frases de dureza expresiva que evidentemente incomodaban a millones pero que también sedujeron a otros tantos precisamente por la crudeza discursiva y hasta por la vulgaridad (“No sirve de nada huir de eso, huir de la realidad. Hay que dejar de ser un país de maricas”, dijo Bolsonaro ante las recomendaciones globales para el COVID-19). Lula, en contraparte, sin dejar de atacar a su contrincante, sembró discursos orientados a la imaginación, al anhelo (“No quiero ser presidente para solucionar los problemas del sistema financiero, de los empresarios… Solo hay una razón para querer ser de nuevo presidente: que el pueblo vuelva a soñar”). Claro, se puede decir que es pura retórica; pero no son simplemente artificios; son rostros del anhelo expresado en ilusión.
El filósofo esloveno Slavoj Zizek aseguró que cuando renunciamos a la ficción y a la ilusión, perdemos la realidad misma; en su planteamiento, la realidad pierde su consistencia lógico-discursiva cuando le sustraemos todas las ficciones. Dicho de otro modo, la imaginación y las narrativas idealistas y creativas son esencia misma de la realidad.
Lo mismo que sucedió con Bolsonaro, lo vivieron (en el otro espectro de la ideología tradicional) los impulsores de la nueva constitución chilena. El proceso parecía claro: la actual Constitución de Chile fue aprobada durante la dictadura militar de Pinochet y los procesos democratizadores en la nación parecían exigir una nueva norma. Hasta allí, la gran mayoría estuvo de acuerdo; de hecho el 2022 arrancó con casi el 60% de chilenos a favor de una nueva ley; al final, el pueblo rechazó la Constitución con amplio margen: 62% a 38%. ¿Qué fue lo que pasó?
En síntesis, que los promotores de la nueva constitución olvidaron la ilusión y se enfocaron en las duras realidades de la nación sudamericana: discriminación, odio, resentimiento social, desigualdad, inequidad, desprecio, crisis, etcétera. La nueva constitución parecía no ‘imaginar’ un nuevo Chile sino absorber todas esas realidades de conflicto y crisis en el papel.
Al final, parece que la ciudadanía no estaba convencida de que el proceso para obtener una nueva (mediante una mirada hiperrealista de la agresividad, rencor y división de la identidad chilena existente) fuera el mejor ambiente para imaginarse el futuro de su nación. Esto lo supo leer y aprovechar discursivamente el bando que rechazaba la propuesta. Lo hizo imaginando (ficcionando) el futuro: buscar algo mejor -una constitución mejor- con una actitud mejor -el amor en lugar de la rabia. La campaña en la franja televisiva fue magistral: unos hablaban de la realidad, otros invitaban a ilusionarse. Sabemos quién ganó.
Es decir, este fenómeno no es exclusivo de un bando ideológico; es un problema de quienes creen tener más certezas que ilusiones. Se les nota una fruición al enunciar el amargor de los datos duros, de los problemas reales pero son incapaces de imaginar e invitar a emocionarse hacia un rumbo diferente.
Quizá por esto no importa cuánto se esfuercen los detentadores del discurso ‘anti populista’ contra el avance de ciertas ‘izquierdas’ en España y América Latina, el éxito de sus opuestos no tiene que ver con la realidad sino con lo simbólico.
La semana pasada, por ejemplo, la convocatoria de Mario Vargas Llosa en España para que personajes internacionales se expresaran respecto al ‘populismo’ de cierto modo buscó influir en las agendas de las naciones con estos nuevos liderazgos identificados como ‘la izquierda’; pero ningún discurso de aquellos personajes realmente afectó o significó siquiera un ajuste en las agendas de este fenómeno político. Sus discursos quizá describan con mayor o menor radicalidad la realidad (claro, desde las posiciones privilegiadas en las que se encuentran) pero ninguno ayudó a imaginar nada.
Hoy a Vargas Llosa lo llaman ‘el gafe electoral’ (el ‘salado’ diríamos en México) porque parece traer infortunio o mala suerte a los candidatos que apoya: Macri en Argentina, Mesa en Bolivia, Casado en España, Fujimori en Perú, Kast en Chile, Hernández en Colombia y a Bolsonaro en Brasil. Los siete han perdido sus respectivas elecciones; pero también, con las derrotas, él y sus cofrades han perdido en lo simbólico. Han perdido autoridad, credibilidad simbólica; no como políticos sino como creadores de anhelos, perspectivas y esperanzas porque: ¿Quién que se llame escritor o político no puede hallar y transmitir un sueño que logre cautivar y conmover?