Teléfono rojo
Quedará para la posteridad, la histórica disculpa pronunciada por el papa Francisco a los pueblos indígenas de Canadá por los abusos, excesos y actos inhumanos cometidos por no pocos cristianos contra sus prójimos durante el oscuro proceso de colonización y ‘asimilación agresiva’.
Será histórica porque no sólo el máximo pontífice se ha abajado literalmente hasta los cementerios de las víctimas de la forzada y opresiva occidentalización; sino porque ha pedido perdón sin regatear ni justificar nada, ni por perspectivas históricas ni por cuestiones culturales. Ha pedido perdón en primera persona, simple y llanamente, además, en su propia lengua materna; un hecho que, en este mundo globalizado parece menor, pero como dice Ciorán “uno no habita un país, habita en una lengua”.
Para el pontífice, la raíz cultural, la memoria de los pueblos indígenas y también su camino de perdón y reconciliación requiere “amor, honor y respeto”; por ello, redignificando la lengua de los pueblos originarios (las primeras naciones, como ellos se identifican), Bergoglio ha hablado sin la mediación de la estructura eclesiástica ni de sus formas, sino en su lengua natal, que como sabemos no es sólo un idioma más sino el verdadero reflejo del alma, de sus pesares y de sus esperanzas.
Es cierto, no es la primera vez que un pontífice reflexiona acerca de los actos del pasado cometidos contra pueblos nativos quienes, durante no pocos procesos de cristianización, sufrieron actos crueles cometidos por creyentes cuyas desviaciones ideológicas y mundanas justificaron la opresión y la dominación para supuestamente enseñar o defender una fe.
Por ejemplo, Juan Pablo II, en 1992, durante la celebración de los 500 años de presencia del Evangelio en tierras americanas, más que pedir perdón pidió que los pueblos americanos perdonasen “a quienes durante estos quinientos años han sido causa de dolor y sufrimiento para vuestros antepasados y para vosotros”; más tarde, en la Jornada del Perdón del 2000, Wojtyla pronunció en plural sociativo “Pidamos perdón por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones… pidamos humildemente perdón”.
Benedicto XVI, en 2007, reconoció que en la colonización hubo “crímenes injustificables” y “sufrimientos e injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales” y, al mismo tiempo, pidió reconocimiento y gratitud por “la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos”.
Es decir, parece haber cierta dificultad para pedir perdón a los pueblos indígenas desde la Iglesia católica. Por un lado se reconocen las atrocidades cometidas, pero no se deja de argumentar que, a pesar de ello, hay una verdad, riqueza y gracia, que entró a los pueblos en medio de aquel yugo y vasallaje.
Hay otra razón, explicada por la Comisión Teológica Internacional en su documento ‘Memoria y reconciliación. La Iglesia y las culpas del pasado’ también del 2000: “La simple admisión de culpas cometidas por los hijos de la Iglesia puede asumir el significado de una cesión ante las acusaciones de quien es -por prejuicios- hostil a ella”.
Hay mucho de razón en esto último. Sólo un necio no apreciaría algunos de los nobles testimonios, la riqueza cultural o la transformación social que germinaron para el bien común durante la evangelización de los pueblos nativos; y sólo un ciego no reconocería las múltiples agresiones que suelen vivir los cristianos y los creyentes muy particularmente en el último siglo; ya sea desde sistemas ideológicos absolutistas o desde el mundano relativismo. Agresiones, por cierto, que ahora se alimentan del rencor y del resentimiento contra la cristiandad por los ominosos actos de creyentes e instituciones religiosas del pasado.
Debemos decir una cruda verdad: Hay grupos ideológicos sumamente interesados en que las víctimas permanezcan atadas y prisioneras de su rencor. Sin embargo, como apuntó el filósofo Max Scheler, no se puede ser siempre víctima del rencor: “Una persona resentida se intoxica a sí misma, queda atrapada en el pasado. El resentimiento hace que las heridas se infecten en nuestro interior; en consecuencia, uno no está a gusto, ni en su propia piel ni en ningún lugar”.
Francisco, no obstante, sí es el primer pontífice que, con agobio, pide perdón de manera pública fuera de la liturgia, en primera persona y sin defensas ni panegíricos: “Pido perdón por la manera en que lamentablemente muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de los pueblos que oprimieron a los indígenas… pido perdón por el modo en que muchos miembros de la Iglesia cooperaron también por medio de la indiferencia a esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada”.
El pontífice argentino ha pedido perdón no sólo porque sea lo más cristiano, sino porque, como dice Miguel Ángel Fuentes: “El perdón libera de recuerdos amargos, de remordimientos, de miedos y soledades; de repetir modelos negativos que defienden de las heridas pero que también atan y agobian… El perdón libera además, para mirar de frente, para pensar sin angustia el pasado y ordenarlo, para proyectar el futuro, para entregarnos a una misión sin miedo”.
Es decir, desde una tierra no sólo adolorida por el pasado sino abrumada por la incertidumbre del futuro, Francisco ha hablado de la memoria pero también de la ruta que la Iglesia católica podría asumir el resto del siglo XXI: “Parecería -critica Bergoglio- más conveniente inculcar a Dios en las personas en lugar de permitir que las personas se acerquen a Dios… pero no funciona nunca… no se puede anunciar a Dios de un modo contrario a Dios. Mientras Dios se presenta sencilla y humildemente, nosotros tenemos la tentación de imponerlo y de imponernos en su nombre. Es la tentación mundana”.
Quizá aún no lo parezca, pero los discursos del papa Francisco en tierra americana han sido siempre una audaz propuesta para una Iglesia católica renovada frente a un radical cambio de época.