Teléfono rojo
Cada proceso electoral es único y, sin embargo, cada manual de campañas políticas enumera a detalle las variables que deben ser objeto de atención de los candidatos y su equipo estratégico: Desde la planificación, el financiamiento, el análisis de las localidades y de las necesidades expresadas por sus habitantes hasta la creación de la historia del personaje político, del programa de gobierno o de la imagen personal o del partido que se pretenderá relatar al electorado.
Pero no sólo, hay otros aspectos muy específicos en las variables pertinentes a atender como la publicidad, el marketing, la dispersión de recursos, la estrategia en tierra, la relación con los medios de comunicación, los entrenamientos, el juego de las encuestas, los debates, los actos públicos, las reuniones gremiales, los acuerdos cupulares, la evaluación, el social listening, los protocolos de crisis y un largo etcétera que involucra aspectos gerenciales-administrativos y de pragmatismo político.
Y, entre todo aquello, como un listón que intenta mantener atado cada aspecto, la campaña requiere de un núcleo discursivo y mensajes consecuentes para objetivos sumamente concretos. Contenidos donde caben las estrategias de desprestigio y de diferenciación de los adversarios, de exageración, radicalización, simplificación y toda la retórica de polarización posible.
Es decir, el juego de las campañas políticas es el juego de comprender, administrar y atender las variables que pueden afectar a una población que se encuentra tanto decidida como indecisa en su preferencia electoral; o como diría Andrés Lizarralde: “[Hay que] mimar al voto duro, avanzar hacia el voto blando (elector débil de los contrincantes) y convencer a los indecisos”.
Por lo tanto, saber leer esas variables es una de las mejores cualidades de cualquier estratega político; mientras que, por el contrario, no verlas es básicamente una derrota anunciada y, lo que es peor, no saber siquiera qué fue lo que se pasó por alto. Muchas veces estas variables se encuentran en el sentimiento social, en los rasgos culturales, en las condiciones afectivas o emocionales de las personas, en los significados que le dan a la certeza y a la esperanza, al prejuicio o a la apertura; dichas variables incluso en ocasiones están mutando junto a su uso de lenguaje, a su mirada analítica, a su identidad o su proyecto de vida, al trato que dan y reciben en su hogar, en el trabajo o en el espacio público. Las variables ocultas, por ejemplo, no están en los bienes materiales con los que cuentan sino en el sentimiento que les provoca tenerlos (o carecer de ellos); hay variables tan inasibles como los anhelos y los deseos sean estos puros y trascendentes o primarios y pragmáticos.
En el corazón de las campañas electorales a la gubernatura del Estado de México, por ejemplo, hay núcleos discursivos que enfocan las estrategias de cada candidata para atender estas complejas variables: “capacidad y valentía” para regir y administrar una de las entidades más conflictivas, desafiantes y productivas del país y “lucha de dignidad” como una lección histórica para cambiar al grupo político que ha gobernado el estado hasta ahora.
Como se ve, estos mensajes no están orientados a situaciones concretas de empleo, salud, educación, bienestar social o seguridad pública. Apelan a esas variables ocultas difícilmente evaluables incluso con potentes herramientas de social listening; nacen de una decisión y de una mirada que apuesta a tener la razón. Apelan a ese sentimiento que es incluso difícil de verbalizar, al reflejarse el elector en la candidata, de identificarse más como capaz y valiente para administrar la adversidad o como un auténtico luchador de la transformación cuya dignidad está en juego.
El problema no es que las variables no se puedan ver o que sean propiamente un arcano de la esencia social; en ocasiones simplemente se encuentran ocultas a los ojos de quien está tanto distraído como obnubilado. Como sucede con el ejemplo anterior, depende en gran medida de la mirada sociopolítica de quien busca dirigir, administrar o gobernar una localidad para hacerlas evidentes.
Por ello se torna indispensable hablar sobre estas variables ocultas; su presencia o ausencia depende más de la mirada de los aspirantes y los partidos políticos que de los instrumentos que puedan evaluarlas. Las variables ocultas revelan mucho más que una sensación de continuidad o de alternancia; de adhesión o repulsión política; de lógica o emoción electoral; de leyes, programas o promesas. Hablan de potencialidades y atavismos que no se reconocen, de prejuicios y certezas inconfesables, de eso que la escritora Toni Morrison nos advirtió: “utopías pensadas por gente que no está allí, utopías que creen aquellos que no serían aceptados ahí”.