Indicador político
La Iglesia católica es una institución única en su especie; el liderazgo del sumo pontífice y de los obispos en las regiones más apartadas del planeta han representado el ejercicio de la doctrina, el magisterio y la tradición cristiana en cada época desde hace dos milenios; y la actual no es la excepción. Sin embargo, la relativización de prácticamente todos los principios y valores institucionales para guiar el pensamiento y la acción de las comunidades ha golpeado especialmente a la Iglesia católica de este siglo.
Acudimos a la quinta o quizá sexta oleada en este pontificado que los voceros anti Francisco sincronizan sus dardos contra el obispo de Roma; además de los cardenales que calcularon los tiempos mediáticos para cuestionar la validez histórico-dogmática de un nuevo modelo de escucha y diálogo al interior de la Iglesia, una serie de artículos publicados en medios más bien críticos del jesuita latinoamericano (como el texto del filósofo Lamont publicado a finales de octubre pasado bajo el título: “El Papa Francisco como hereje público: la evidencia no deja dudas”) recrudecen los ataques que buscan tener un lugar en la conversación erudita sembrando la idea de que Bergoglio habría cometido herejías a través de algunos discursos, respuestas o documentos.
El otrora cardenal prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, ha mantenido un intenso activismo contra las decisiones pontificias: criticó la realización del Sínodo de la Sinodalidad reduciéndolo a ‘palabrería’, ha definido a los colaboradores de Bergoglio como ‘propagandistas’ y hasta ha afirmado condescendientemente que a pesar de que Francisco “ha difundido repetidas herejías, él no ha caído en ninguna herejía formal que le impida continuar en el cargo”.
Francisco tuvo paciencia; pero –mientras más avanzan sus limitaciones físicas propias de la vejez y enfermedad; y se encienden los motores de la sucesión pontificia– ha quedado claro que mantener y hasta auspiciar el veneno de quienes le han cuestionado todo desde el inicio, ya no será tolerable. Las medidas que el Vaticano ha tomado recientemente contra sus más aguerridos opositores ejemplifican esta nueva etapa. Francisco ha recordado al mundo católico el peso de la mano pontificia contra dos norteamericanos: la investigación y posterior destitución del obispo texano Strickland; así como la revocación de los privilegios romanos al cardenal Raymond Burke.
Es raro que el pontífice tome con dureza las riendas, pero la historia enseña que –al menos en materia jurisdiccional– en algún momento del pontificado se hace eficaz esa frase de san Bernardo de Claraval: “Convengamos en que, según el derecho eclesiástico, el Papa tiene todo el poder cuando lo exige la necesidad”. Hay que mencionar, que Francisco no es el único y no será el último en tomar esa potestad “cuando la necesidad o una notoria utilidad lo requiere”.
Desde el caótico primer Concilio Vaticano se aprobó la doctrina de la infalibilidad del Papa; de manera burda, la idea de reconocer en el pontífice tal poder supremo parece simple y pragmática, casi política, para garantizar autoridad, mando y obediencia de un episcopado ya sumamente diverso, nativo, plural y seducido por el racionalismo de mediados del siglo XIX. Sin embargo, la doctrina sobre la infalibilidad papal no podía provenir de las inquietudes coyunturales sino de su dimensión mística en la historia de la salvación.
Recojo la reflexión del sacerdote jesuita Rafael Faría, allá en 1945: “Si el Papa enseñara el error, el infierno –esto es, el demonio, espíritu de error y mentira– prevalecería sobre la Iglesia, lo que va contra la promesa de Cristo… Cristo le ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y lo encargó de confirmar en ella a sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarlos en la fe, si él mismo los induce al error?… Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de condenación, la obligación de creer; pero repugna que Cristo nos obligue a creer el error. Resulta claramente que Jesucristo hizo infalible al Jefe supremo de su Iglesia”.
Aún antes, en un documento catequético español de 1821 se advertía que el pontífice enfrentaría con regularidad a “ocultos e hipócritas enemigos” que “sin correr el velo misterioso con que se cubren, no pueden negar abiertamente la autoridad del Papa; protestan que no quieren en nada perjudicarla y que sólo intentan distinguir sus verdaderos derechos de las falsas pretensiones”. Esta catequesis (publicada para reconvenir al episcopado español de riesgos de autosuficiencia en la confirmación episcopal) advertía que la unidad de la Iglesia se pone en riesgo cada vez que surgen ministros eruditos que dicen estar “dispuestos a reconocer la autoridad papal con tal de que ‘no se oprima la sana doctrina’”.
Esto último, reflexionan los autores, permite decir que la doctrina efectivamente está oprimida y, por tanto, que se justifica la autorización de rehusar la obediencia al Sumo Pontífice. Para los detractores, los planteamientos del pontífice son sólo “invenciones humanas” y que, por el contrario, sólo ellos son auténticos custodios de la pureza e integridad de la doctrina.
En todo caso, que el Papa recurra a estas medidas también revela que otros recursos se han agotado; que el entusiasmo por escucharlo, seguirlo o respaldarlo no es tan sólido como hace diez años. Que escasea la creatividad tanto teológica como pastoral para neutralizar a los opositores al pontífice. Y ese es otro problema porque, se advierte en varias regiones del mundo –por lo menos en México–, los obispos locales han abandonado la producción de discurso o de gestos que confirmen la unidad: casi no escriben cartas pastorales ni personales ni conjuntas, casi no participan en los medios de comunicación formales, sus procesos son más programáticos que paradigmáticos y hay una obsesión con las estructuras pero un descuido en el lenguaje. Y ahí es donde se pierde o se gana un gobierno.