Miscelánea, salud y política
Son muchos los signos del deterioro de la democracia mexicana. Su estado previo al arribo de López Obrador acusaba un amplio desencanto por los gobiernos que surgieron de la democracia electoral. La insatisfacción se desbordó, particularmente durante el gobierno de Peña Nieto. Mucho tuvo que ver la percepción negativa y la indiferencia del gobierno y de las élites para hacer algo al respecto. No advirtieron que se estaba incubando un proceso social que seis años después llevaría a la destrucción de la democracia, porque el desencanto de las personas se trasladó a las instituciones y el rechazo a la idea de un poder desconcentrado y dividido. Muchos centraron su atención en López Obrador y pocos en la sociedad. Los índices de aprobación a lo largo del gobierno dan cuenta de un apoyo popular con mayor densidad y profundidad que el de otros mandatarios. Un problema para lo que viene, sobre todo, porque el gobierno que concluye tuvo resultados desastrosos en diversos ámbitos. De hecho, la elevada aprobación a pesar de las malas cuentas describe a la sociedad y a la manera como se construye el consenso en estos tiempos. La impunidad verbal no guarda precedente y bien se puede decir que eso mismo fue factor para construir empatía con la sociedad mexicana. Un examen del arribo y dominio del obradorismo en la vida pública necesariamente requiere comprender a la sociedad mexicana y seguramente no pasará la prueba si se trata de acreditar los valores de ciudadanía y de sus responsabilidades. Casi treinta años después del arribo de la democracia con el gobierno dividido, poder desconcentrado y elecciones justas muestra que la cultura propiamente democrática no prendió en la sociedad, tampoco en sus políticos ni sus élites, por eso la defensa de la democracia de ahora es raquítica y sin tracción social. Algunos aplauden que López Obrador haya cambiado los estándares convencionales de la lucha política fundada en partidos, elecciones y división de poderes. Ciertamente, México es un país con poco apego a la cultura liberal. Así, el sistema político democrático suele calificarse de burgués o neoliberal en el diccionario de López Obrador. El problema es que no hay democracia posible sin cultura ciudadana, sin partidos, sin división de poderes y sin las definiciones institucionales que acoten al poder presidencial. Se entiende que correligionarios rindan tributo a López Obrador por sus logros, pero no por analistas en quienes se supone un poco de aprecio a las premisas básicas del régimen democrático. La democracia mexicana está herida por la reciente destrucción de sus instituciones, como es la militarización de la vida pública, especialmente de la seguridad, severo golpe a la visión civilista que deviene de la Constitución de 1857. Sin excluir la reforma judicial, que destruye lo mejor y traslada los juzgadores al terreno de la parcialidad y la pérdida de autonomía en sus determinaciones. Los órganos autónomos están en jaque, lo mismo que el INE y el Tribunal Electoral.