Indicador político
En política, como dice Bidpaï, no hay cosa como “un arco de recta intención ni flecha que siempre dé en el blanco”. Es decir, que en el juego político no siempre se expresan los auténticos propósitos de los actores sociales pero tampoco hay fórmulas que resulten siempre exitosas. Además, no hay algo realmente “innegociable” aunque, al igual que la utopía anima a seguir caminando, la radicalidad de la convicción sirve para convencer a los radicalizados.
Los acontecimientos en los comicios presidenciales en Argentina ejemplifican cómo las campañas electorales tienen un discurso que pretende rasgar cercanías y ahondar distancias entre la ciudadanía. Hay que reconocer que la campaña de Javier Milei convocó a un inmenso electorado gracias a la simpleza y radicalidad de su discurso. Sólo un puñado de votantes se ha cuestionado profundamente la operatividad de las promesas y la puesta en práctica de las exóticas medidas propuestas; la gran mayoría confía en la estrategia de polarización. Sobra aclararlo: Milei arremetió contra todo, en todas partes y al mismo tiempo definiendo a sus enemigos, mientras acrecentaba una narrativa heroica sobre su persona; por ello, más que de electores, logró hacerse de hinchas identificados con su estilo y su simpleza de ver el mundo.
Sin embargo, después de las campañas, la realidad social devuelve a la ciudadanía a la complejidad. Los votos le fueron positivos para ir a la segunda vuelta contra el candidato oficialista; pero –como él mismo confesó– requería desandar la radicalidad de la agresión y tender puentes hacia otros grupos políticos afines. Así que, finalmente, se evidencia que la radicalidad siempre encuentra en la política la necesidad de negociar. Ni hubo un arco de recta intención ni flecha que siempre acierte. Y esto obliga a reflexionar sobre los juegos políticos electorales en México: aunque hoy algunos candidatos hablen en términos absolutos (“Yo o el desastre”), no hay que perder de vista las obligadas negociaciones que surgirán en su momento.
Vivimos tiempos donde las contiendas políticas se manifiestan con intensidad discursiva; entre todo el ruido informativo, los políticos deben asegurarse de hacerse notar entre el mar de noticias y distracciones, y por ello no dudan en subir los decibeles tanto en expresiones de polarización, como en discursos que bordean el odio y el denuesto. Por ello se hace indispensable que los cuartos de guerra de las y los candidatos comprendan bien la naturaleza y los límites de la diferenciación discursiva. Los procesos electorales están traspasados por la crisis de las instituciones políticas pero la ciudadanía sigue necesitando mecanismos para lidiar con la diversidad de opiniones y proyectos. Lo más sencillo es apostar por el ruido mediático conflictualista ocultando la necesaria política deliberativa negociadora.
Esto último es relevante porque la polarización en la política ayuda a la creación de grupos afines dispuestos a movilizarse; pero candidatos y partidos no pueden dejar a sus seguidores en calidad de turbamulta. Más allá de la demonización de sus oponentes, también deben generar espacios donde se debatan ideas y se busquen soluciones. No sólo porque eso atempera la inquina social sino porque, la mera estrategia polarizante, limita la capacidad de los ciudadanos a discernir entre argumentos políticos válidos o la mera retórica incendiaria.
Una buena salud democrática no es aquella en donde no existan conflictos o donde se expresen siempre a través de medios regulados o institucionalizados; la democracia requiere de exaltaciones y dicterios que, a la postre, puedan propiciar procesos de negociación, compromisos y acuerdos. Los conflictos, las diferencias de visión y modelos de política no son problemáticas en sí; sino el ambiente tóxico en la sociedad en dónde los conflictos no encuentran medios para dialogar o remediarse.
Las estrategias enfocadas sólo en el ruido mediático tienen utilidad hasta que se convierten en distractores del ejercicio democrático; las hordas de adeptos polarizados no participan en la deliberación política ni en la discusión de las políticas públicas. Pueden quedarse extasiados o furibundos detrás de la puerta hasta que sean nuevamente requeridos en los ámbitos de la movilización o la campaña porque se encuentran claramente extasiados o furibundos. Como se ha insistido: la polarización radicaliza a quienes quieren estar radicalizados.
Pero después de las campañas y del odio verbalizado, siempre será necesaria en la democracia una política deliberativa, que busque fomentar la diferenciación constructiva, que negocie, que llegue a acuerdos complejos, donde se gane tanto como lo que se pierda. Justo ahí, gracias a las diferencias, el diálogo puede encontrar soluciones que reflejen las perspectivas en ocasiones confrontadas de la sociedad; pues los conflictos seguirán allí o evolucionarán, es una ley que los radicales jamás comprenderán.
Por cierto, Bidpaï continúa la fábula con la voz del cuervo que era pura agresividad diciendo: “Suplico a Dios que anule y aniquile esta mi forma corvina (de agresividad) y me conceda la investidura de vuestra figura (la sabiduría) y me vuelva un búho para que, por este medio, pueda recompensar a mis enemigos, tomar satisfacción de sus ofensas y alcanzar el consuelo de mi ánimo y el contento de mi corazón”. Ese cuervo, era un muy hábil político.