Indicador político
Existen acontecimientos que destripan la hipocresía social y nos enfrentan brutalmente a las mezquindades que hemos normalizado. El extraño caso que envuelve al obispo emérito Salvador Rangel Mendoza se ha convertido en una prosa contaminada de incertidumbres para la cual, la verdad no habrá de satisfacer las expectativas de nadie. Es decir, hasta ahora, a pesar de los abundantes contenidos mediáticos vertidos en esta semana, en realidad se sabe bien poco y, para desgracia nuestra, es probable que más información no signifique una mayor satisfacción respecto a la claridad de los eventos.
Hasta el momento, hay tres historias –dos conocidas y una por conocer– que aunque parten de los mismos eventos no convergen en intenciones. La primera historia corresponde a la expresada por las instituciones eclesiásticas; la segunda historia refleja la vertida por las autoridades civiles; y la tercera, que saldrá de la viva voz del propio obispo, pero que no resolverá el entuerto en el que nos encontramos; por el contrario, evidenciará con más crudeza las profundas oquedades de cómo se pervierte la realidad en función de intereses inconfesables.
La historia relatada en nombre de la Iglesia católica por el secretario general del episcopado mexicano y, casualmente, obispo titular en la entidad donde todos los extraños eventos habrían ocurrido entre el 27 y el 29 de abril pasado, comienza con la noticia de la desaparición del obispo emérito. La primera comunicación oficial notifica el desconocimiento del paradero de Rangel pero afirma dos cosas singulares en ese momento: se asegura que el obispo fue secuestrado y se urge a todas las autoridades civiles (municipales, estatales y federales) que intervengan y actúen para recuperarlo. En esta comunicación, el Episcopado adelanta sin recelo que cualquier cosa que hubiera sucedido sería consecuencia de la violencia y la inseguridad no sólo a nivel local sino como efecto de lo que ha venido denunciando: el fracaso de la estrategia federal de seguridad. Por supuesto, eso fue aprovechado velozmente por intereses políticos que utilizan cualquier incertidumbre para movilizar sus huestes. Es decir, se instrumentalizó políticamente dicha incertidumbre.
En esta primera historia, el Episcopado habla de forma enérgica en contra de las autoridades pero respetuosa hacia los presuntos secuestradores. Actitudes que se revirtieron muy rápido debido al hallazgo del obispo y debido a la historia que las autoridades civiles han divulgado errática y quizá hasta ilícitamente.
La historia relatada por las autoridades ha sido deficiente, extraña y fragmentaria pero no por ello menos estruendosa. Hay que poner en antecedente que la compleja relación entre el gobierno de Morelos y la Fiscalía Estatal no abona a comprender los intereses detrás de la información que se ha filtrado o se ha vertido de forma casi insustancial a la prensa. En esta segunda historia, el obispo es encontrado en calidad de desconocido en un hospital público de Cuernavaca, lo visita el controversial fiscal Uriel Carmona y comienzan a filtrarse a la prensa datos sobre el hallazgo e ingreso hospitalario del obispo: adelantos de estudios toxicológicos, versiones irrastreables de camilleros, datos de ambulancias y un sinfín de indicios sobre presencia de drogas, profilácticos y demás parafernalia erótica en la escena del hallazgo.
La historia de las autoridades, sin embargo, cobró una vertiente sumamente delicada cuando el Comisionado Estatal de Seguridad de Morelos, José Ortiz Guarneros, deslizó una declaración ante los medios sobre cómo el obispo habría ingresado por su propia voluntad a un motel en compañía de otro hombre. En el contexto de las filtraciones y las suposiciones, claramente las declaraciones tuvieron una intención moralizante. Esa declaración podría tener consecuencias judiciales, no sólo porque compromete la investigación de la desaparición, sino por la violación de la intimidad personal, el aprovechamiento de secreto y el posible daño moral caudado a la persona del obispo. No se puede ser más enfático: la declaración del comisionado no respondió a principios republicanos ni laicos, sino al descrédito de terceros por vía de un juicio moralizante.
Fue en ese punto y aún sin tener certeza de los acontecimientos, cuando el Episcopado mexicano nuevamente divulgó un comunicado en el que –a diferencia del anterior– ahora mostraba confianza en las instituciones y pidió a las autoridades civiles realizar todas las investigaciones. Sin embargo, en dicho texto se omite asumir la responsabilidad que las propias instituciones eclesiásticas tienen respecto a lo que realmente les corresponde averiguar y atender: el fuero moral del obispo.Y es que una de las principales críticas a la jerarquía católica por parte de la sociedad y los feligreses ha sido la actitud con la que se enfrentan a las responsabilidades morales de los clérigos: si se ha demostrado que el encubrimiento ha sido una práctica sistemática entre las posiciones de la alta clerecía, la confianza sólo se encontrará cuando se haga sistémica la investigación transversal, transparente y responsable. Es decir, independientemente de lo que resulte del caso en el ámbito civil, la Iglesia católica no puede sustraerse de su responsabilidad de investigación, análisis, discernimiento y sanción canónica, si llegara el caso.
Finalmente, el obispo secretario de la CEM, Ramón Castro, ha publicado un videomensaje en el que tiene toda la razón: el caso del obispo Rangel se ha contaminado de instrumentación política y que, en consecuencia, no pocas narrativas político-moralizantes han permeado a todas las redes sociales a través de agentes polarizadores extremistas. Hay que aclarar que tanto los actos improvisados de comunicación del Episcopado como de las autoridades de seguridad de Morelos han sido justo los detonantes que han inflamado dicha instrumentación política.
Lo advirtió el papa Francisco de esta manera: “Existe el riesgo de que la autoridad se ejerza como un privilegio, para quienes la detentan o para quienes la apoyan; y por tanto también como una forma de complicidad entre las partes, para que cada uno haga lo que quiera, favoreciendo así, paradójicamente, una especie de de anarquía, que tanto daño causa a la comunidad”. Que la autoridad eclesiástica ‘politice’ la realidad, mientras la autoridad republicana la ‘moralice’ es una prueba clara de lo mucho que aún falta para modernizar, armonizar y actualizar las relaciones entre el Estado mexicano y las instituciones religiosas.