
Papa-Trump: de la brutta figura al fetichismo demoledor
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No todo en política, ni siquiera en los análisis de sus cronistas y observadores, puede explicarse únicamente por intereses, temores o cálculos mezquinos. Las emociones también cuentan, y con ellas, el sentimiento de agravio —real o imaginado—. Esto viene al caso por la postura de una parte importante de la opinión crítica, que enfila con furia sus cuestionamientos hacia López Obrador, mientras evita aplicar el mismo rigor a la presidenta en funciones.
Es cierto que muchos de los problemas actuales —la violencia, la crisis financiera, el deterioro del sistema de salud y educativo, la situación crítica de las empresas del Estado, la corrupción y el fracaso de las obras emblemáticas— remiten al gobierno de López Obrador. Incluso las reformas constitucionales más dañinas, como la desaparición de órganos autónomos, la militarización de la seguridad pública y la reforma judicial, vienen del diseño del expresidente. Varias de esas decisiones, en contra de los principios históricos de la izquierda democrática. Sin embargo, no puede pasarse por alto que la presidenta Claudia Sheinbaum ha respaldado, promovido y consolidado buena parte de esas políticas.
Es cierto que el gobierno actual cambia el estilo de su antecesor y, especialmente modificaciones en acciones como en seguridad pública, como respuesta a dos grandes amenazas: el crimen organizado y la postura agresiva del actual gobierno estadounidense. También se han suavizado los modos: atrás queda el tono soez; hay más apertura y mayor comedimiento. La presidenta muestra flexibilidad, aunque no siempre con buen juicio, como demuestra su decisión de posponer la vigencia de su estrecha iniciativa contra el nepotismo. Al igual que sus antecesores, adopta una actitud condescendiente frente a las desproporcionadas exigencias de Donald Trump, algunas claramente contrarias a la soberanía nacional: desde el envío de presuntos criminales al margen del tratado de extradición, hasta permitir operaciones de espionaje de EU en territorio mexicano.
Con el aval a la reforma judicial en los términos diseñados por López Obrador quedó en claro la continuidad del régimen sin modificación sustantiva. La destrucción de la democracia fue propósito y así continuó sin cambio alguno. La ratificación de la titular de la CNDH lo confirmó, aunque muchos, con ingenuidad asumieron que se trató de una imposición del expresidente a través de los coordinadores parlamentarios.
Revisar el pasado es necesario, incluso el reciente. Pero quedarse ahí para evitar el análisis del presente es una forma de evasión. Si para el historiador es válido afilar la pluma sobre lo ocurrido, el periodista y el analista tienen la obligación de evaluar qué sucede. La evaluación al gobierno de López Obrador es obligada, pero no puede servir como coartada para suavizar la evaluación de Sheinbaum: hacerle pararrayos.
La crítica no solo es inevitable, es indispensable. Aunque no siempre tenga la razón, cumple una función correctiva en el ejercicio del poder. Los medios de comunicación, al informar, analizar y abrir espacios de opinión, realizan la auditoría pública más eficaz. Pero cuando el poder etiqueta toda crítica como posicionamiento “de los adversarios”, la libertad de expresión se erosiona. Esta actitud se instaló con fuerza desde la llegada de López Obrador a la presidencia, con consecuencias negativas para el periodismo y la función editorial de los medios, y tiene mucho que ver la convicción de quienes están en el poder de ser representantes únicos y perennes del pueblo y no una parte como plantea el paradigma democrático.
La presidenta Sheinbaum necesita contrapesos reales. Su gobierno enfrenta una alta concentración de poder, desafíos enormes, y una herencia autoritaria que ha llevado a muchos medios y periodistas de calidad a optar por la autocensura.
Es comprensible el hartazgo de un sector de la sociedad y de opinión que dejó un presidente que abusó del poder, que no rindió cuentas y cuyo sexenio agravó la corrupción y la violencia. Capítulo aparte es lo expuesto que dejó a la soberanía nacional por el avance del crimen organizado y por la perspectiva punitiva del gobierno norteamericano por el tráfico de drogas. A eso se suma la gestión negligente de la pandemia y su complacencia ante el crimen organizado. Pero dos cosas deben recordarse: el actual gobierno ha seguido la misma línea y, sobre todo, importa más el el presente.