Libros de ayer y hoy
“No se puede permitir que los adversarios le quiten a uno los temas”. Ralf Dahrendorf
Sólo un necio diría que la marcha del 26F no fue un éxito. La masiva y auténticamente libre expresión de buena parte del pueblo mexicano en las plazas públicas no puede ser minimizado ni debe, mucho menos, ser relativizado. Como pocas veces en nuestra historia, cientos de miles de personas salieron de su comodidad u obligaciones dominicales a manifestarse y a tomar el espacio simbólico de la indignación ante lo que intuyen es un abuso de poder de aquellos a quienes encumbraron hasta hace bien poco. La gente se manifestó libre y masivamente –incluso alegremente– sin un sólo acto de represión violenta desde la autoridad; y tan sólo eso, es signo suficiente para corroborar una saludable vida democrática en México.
No es la primera vez que grupos antagónicos al gobierno de López Obrador intentan organizar una manifestación que simbolice el descontento social; pero sí es la primera cuya narrativa popular trasciende la excusa política que originalmente desató el conflicto. La trama real puede resumirse al intento del ejecutivo nacional de reducir recursos financieros y márgenes de poder tanto al sistema electoral como al sistema legislativo vigentes; lo cual, hay que decir sin ingenuidad, otorga de facto más poderes a quienes ya están en el poder y complica la búsqueda de quienes aspiran al mismo.
Los legisladores de todos los partidos obviamente protegieron sus prerrogativas y sus intereses; pero la cúpula administrativa del órgano electoral, al no tener votos suficientes en las cámaras, convirtió su propia lucha en una narrativa social poderosa: “Reformar al INE implicaría el fin de la libertad, de la democracia y del país mismo”. Una narrativa eficaz, pero falsa. Hay que recordar que la anterior reforma al INE, por ejemplo, centralizó poderes federados a una cúpula burocrática dorada y facultó la reelección de ciertos personajes políticos. Dos cualidades que –durante el sexenio de Peña Nieto– auténticamente atentaron contra los principios del federalismo y el nacionalismo revolucionario; aunque, eso sí, nadie hizo ninguna marcha para defender la identidad de la democracia mexicana.
De ahí el éxito de esta reciente manifestación: más allá de la intentona de reforma electoral o del controversial ‘Plan B’ para reducir gastos y ‘quitarle dientes’ al INE, la expresión popular identificó la terquedad del mandatario nacional contra la cúpula electoral con rasgos antidemocráticos, antipatrióticos y antilibertarios. Y hasta allí, todo normal en el juego político pues, como se preguntó Jonathan Swift: “Una mentira, ¿será mejor contrarrestada por la verdad o por otra mentira?” Es decir, así es el juego de la política. Lo que sigue, por desgracia, no es tan simple.
Será el gremio judicial el que –amparado por el brío de la manifestación social– quizá ponga en pausa la reducción de gastos del sistema electoral y busque capitalizar popularmente su veredicto a pesar de encontrarse en las horas más bajas de su legitimidad. No es noticia que jueces y magistrados no cuentan con la mejor opinión del respetable con ministros acusados de fraude académico, con su abundante e indolente nepotismo orgánico, con jueces ideologizados cuyos fallos responden a nuevos colonialismos culturales y con un inexplicable servilismo ante poderes fácticos como el crimen organizado y élites políticas. Eso sí, serán ahora ellos los que, entre mazo y toga, dirán que ‘salvan’ al país mediante la conservación del satu quo del sistema político electoral vigente.
No serán los únicos que querrán capitalizar políticamente la masiva expresión ciudadana. No sólo los partidos de oposición, sino algunos abigarrados personajes periféricos del orden político y ciertas élites de poder fáctico buscarán succionar de la marcha, la legitimidad y la popularidad que no han obtenido ni por sus ideas, ni por su servicio en la sociedad. Incluso en contra de la lógica y la realidad, su pensamiento onanístico les hará creer que, gracias a ellos, la marcha tuvo éxito.
Como sea, no adelantemos vísperas y centrémonos en lo acontecido. La multitudinaria y genuina manifestación del 26F debe ser una dura lección a la administración lopezobradorista que ha mantenido, con altivez y soberbia, la idea de que es dueña del monopolio de la voluntad de las masas. Nadie duda que la actual presidencia llegó al poder con más legitimidad y respaldo popular que quizá ninguna antes en la vida moderna del país; nadie duda que la honesta aspiración del pueblo mexicano fue depositar en López Obrador la confianza para mejorar el país; pero es obvio que aquello no basta. El cardenal Jules Mazarin ya lo advertía: “Si quieres ganarte la simpatía del pueblo, promete personalmente a cada uno gratificaciones materiales concretas, esto es lo que les motiva. La gente del pueblo es indiferente a la gloria y a los honores”.
Sucedió algo semejante en el 2000, con la histórica transición democrática. A pesar de contar con plena legitimidad política, el descontento social llegó rápidamente cuando Fox traicionó al pueblo con nefandos acuerdos con la cúpula priista y otros poderes subrepticios mientras la realidad económica no mejoraba ni un ápice especialmente para las clases más desfavorecidas; así, ante la posibilidad de cambio solicitado por el pueblo, la preservación del statu quo llegó por medio del fraude con las consecuencias que todos conocemos.
Manipulado o no, el descontento social guarda una intensa potencia que los gobiernos deben aprender a leer. Así lo intuyó Freud quien aseveró que “para definirnos y movilizarnos, necesitamos enemigos”. Sabemos quiénes estuvieron del otro lado de la movilización, y así los percibe la masa.