Indicador político
Llama la atención que personas de singular talento y cultura reducen la elección a optar por Claudia Sheinbaum o Xóchitl Gálvez. No es casual, la presidencia de siempre es el eje de la vida pública y mucho más con lo que ha ocurrido durante el gobierno de López Obrador. No puede obviarse que Andrés Manuel no sólo ganó con una convincente mayoría reconocida por sus competidores y el gobierno opositor saliente, también las Cámaras, la de diputados con mayoría calificada y el Senado con una robusta mayoría. Fue un triunfo total; moral, político y electoral. No será así lo que venga y desde ahora se anticipa, especialmente si prevaleciera el oficialismo, que la elección no concluye; sería el inicio de la verdadera disputa por el poder. Efectivamente, el juego adelante será diferente y difícil para que subsista el oficialismo en términos análogos a 2018, a pesar de los estudios de intención de voto que anticipan una ventaja de Claudia Sheinbaum, algunos incluso en una proporción mayor a la de López Obrador hace seis años. La elección próxima es incierta. No se puede descartar la alternancia y la concurrencia de las elecciones locales invitan a pensar sobre el regreso de la pluralidad al Congreso, a pesar de la cada vez más ostensible elección de Estado. Claudia Sheinbaum ha sido clara, al igual que su mentor y promotor, de plantear a los votantes el dilema transformación o el regreso al régimen de la corrupción y los privilegios. No importa que en los resultados la transformación ha sido destrucción de logros de los gobiernos anteriores y que infinidad de impresentables del pasado se hayan reciclado en el régimen de la 4T; la corrupción se regodea y recrea en el cinismo de unos y complacencia de otros. La militarización de la vida pública es una clara traición a la izquierda y a las mismas fuerzas armadas, no se diga la venalidad y el deterioro del bienestar de la población a pesar de los programas sociales. El desplome educativo, de la salud y la creciente inseguridad vuelven impensable un triunfo arrollador, a pesar del impacto por el clientelismo de los programas sociales y de la influencia electoral del crimen organizado. La democracia es de números, de aritmética; gana quien más votos tiene y a quien más legisladores se le asignan. Sobre la expresión cuantitativa, determinante, subyace la cualitativa y remite a la legitimidad, que no se puede soslayar porque al final de eso se trata la democracia, resolver civilizadamente la competencia por el poder; las elecciones son adjetivo; la legitimidad, sustantivo. Esto sería la debilidad mayor del oficialismo en el supuesto de que los números le favorecieran. La manera como se ha desarrollado la elección plantea un déficit de legitimidad que entraña varios problemas, principalmente el de carácter legal. El piso disparejo, la interferencia del presidente en la elección y la presencia del crimen organizado presentan un escenario diferente respecto a la elección presidencial precedente. Sin embargo, la ilegalidad no se invoca, se prueba y habrá de decidirse por instancias parcialmente colonizadas. El dilema del 2 de junio no es una candidata, un partido, ni la posibilidad de una sanción social por el abuso del gobierno. La situación es considerablemente más delicada a la luz de la iniciativa presidencial de cambiar la estructura del edificio democrático para transitar a un régimen autocrático, vertical. No se sabe si prevalecerá la formalidad para que la nueva presidenta mande, o bien, un instrumento del líder moral de la causa redentora, de la transformación que pretende moldear a su modo a las instituciones y el régimen político. El dilema de la elección próxima es democracia o tiranía si se diera la continuidad del régimen y las condiciones para que el oficialismo alcanzara la mayoría en el Congreso. No se trata de ganar la elección -el medio-, se pretende utilizar la vía democrática para acabar con la democracia; con las condiciones legales, institucionales y políticas que acotan el poder a través del imperio de la Constitución, y eliminar tanto el equilibrio de poderes como la actuación de órganos constitucionales autónomos. No solo eso, la propuesta de cambio constitucional regresaría el Congreso a la sobre representación de la minoría mayor y la exclusión de la pluralidad en el Poder Legislativo, además con un INE sometido. Es girar el reloj parlamentario a antes de la reforma fundacional de hace casi medio siglo.