Indicador político
Desde hace tiempo cada gobierno que concluye tiene su historia criminal, que se procesa a la medida de una selectiva memoria y del interés de quienes detentan el poder y la capacidad para articular la acción justiciera del nuevo régimen. Se ha llegado al extremo de inventar responsables, aunque casi siempre la impunidad prevalece. Ocurre así cuando la justicia transita por los sinuosos caminos del interés político, cuando la justicia se politiza.
No es un caso, sino varios. La historia de corrupción del gobierno de Peña Nieto tuvo expresiones selectivas, algunas con evidente sentido de revancha política como fue el indebido encarcelamiento de Rosario Robles. Caso diferente el del abogado Juan Collado, quien más que litigante fue operador financiero de muchas personas importantes de la política y de los negocios en la pretensión de ocultar y blanquear capitales y riqueza mal habida. Otro ejemplo, el de Emilio Lozoya, que pretendió utilizarse para enderezar el caso a la medida de los apetitos políticos del nuevo régimen. Desde la perspectiva de la justicia penal, ninguno ha tenido la mejor de las suertes por distintas consideraciones.
Ahora se suma el caso de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala en septiembre de 2014, que no tiene que ver con la corrupción, sino con el desaseo de las investigaciones penales. Totalmente condenable el balance, como señala Raymundo Rivapalacio, por interés de los responsables de la investigación nombrados por López Obrador, los acusados se volvieron acusadores de los investigadores. Los asesinos materiales están en libertad, y los titulares de autoridades investigadoras liados con la justicia: el ex procurador de Justicia Murillo Karam en la cárcel, Tomás Zerón, prófugo, y el general José Rodríguez, comandante del 27° batallón de infantería en Iguala, en prisión. La justicia a la medida del prejuicio y las necesidades políticas del régimen no resuelve el explicable agravio social ni mucho menos sirve de lección para evitar se repita lo acontecido.
El presidente se regocija con las detenciones y muestra la discutible acción punitiva y a los encarcelados como prueba irrefutable de que su gobierno es diferente, que no hay privilegiados y que las acciones legales llegan hasta los niveles más elevados de responsabilidad, así como a los militares de jerarquía. Encarcelar a un procurador de esa forma nada tiene que ver con justicia, tampoco con la aplicación estricta de la ley; es una forma abusiva de acreditar la discrecionalidad del poder presidencial.
La aspiración de ser candidato de Morena a la Ciudad de México de Hugo López-Gatell Ramírez es anticipo de un propósito evidente de pretensión de impunidad. El aspirante siempre ha contado con el respaldo del presidente López Obrador a pesar de su criminal desempeño durante la pandemia. En la gestión pública se cometieron todos los errores posibles, con elevadísimo costo de vidas humanas. El presidente actuó con frivolidad extrema a partir de la ignorancia, que el experto no puede pretextar. Le hizo el juego y la irresponsabilidad se manifestó en cientos de miles de muertes que pudieron evitarse. La pandemia se subestimó y se actuó con frivolidad de principio a fin.
Igual sucede con el colapso del sistema de salud a cargo del ahora aspirante. El desabasto de medicinas, eliminar el seguro popular para reemplazarlo por el fracaso INSABI o la falta de medicamentos para el tratamiento del cáncer infantil son de consecuencias lamentables e inhumanas. La desatención del Estado al tema de la salud es tan dramática que ha significado una disminución en la esperanza de vida de los mexicanos de 75 a 71 años, y de acuerdo con el último reporte del CONEVAL, que dice que la pobreza ha disminuido, ha tenido que reconocer que la población sin acceso a servicios de salud aumentó de 28.2 a 39.1.
La impunidad es la medida del fracaso de la pretendida modernidad del país de los gobiernos anteriores y de las aspiraciones de grandeza histórica del actual. Para el caso concreto, López Gatell es un caso emblemático de la manera en que la política desde el poder abraza y protege a uno de los suyos sin importar la gravedad de sus faltas. Al final, con el sentimiento de no culpabilidad propio de los grandes criminales -como fueron los ejecutores del holocausto-, dirá que cumplía órdenes de sus superiores.