Indicador político
Felipe de J. Monroy*
De una manera simplista y errónea se suele relacionar la identidad católica de los ciudadanos exclusivamente con orientaciones políticas de ‘derecha’ o directamente conservadoras; sin embargo, no son pocos los estudios y análisis que exploran las conexiones dialógicas entre diferentes expresiones del catolicismo contemporáneo con perspectivas propias de los movimientos sociales identificados con la ‘izquierda’ y el progresismo; como el antibelicismo, el antiautoritarismo, el ecologismo, la lucha por los derechos humanos y civiles, la equidad o la justicia social.
Tradicionalmente, la búsqueda del voto por identidades religiosas ha sido una constante evidente en procesos electorales masivos y complejos como los de Estados Unidos o Brasil; lo cual ha llevado a los partidos en pugna a buscar seducir a los votantes de ciertas expresiones religiosas a través de convergencias con sus plataformas políticas.
Amandine Barb, por ejemplo, evidencia en su estudio ‘Patrones católicos en la izquierda norteamericana’ cómo desde hace veinte años el partido Demócrata junto a fieles y miembros de diferentes movimientos sociales de la Iglesia católica han intentado construir una coalición electoral de liberales religiosos; mientras que el partido Republicano ha apostado a las certezas de la doctrina y disciplina moral de la institución católica, así como a las dinámicas estructurales de la Iglesia, para justificar sus posturas ideológicas político-económicas y poner en operación sus propuestas de política pública.
Este modelo parece replicarse idénticamente en otras latitudes de realidades bipartidistas o donde las opciones políticas se repliegan a polos ideológicos mutuamente excluyentes. Y, sin embargo, bien vale hacer mención de un fenómeno emergente en el cual ciertos personajes exóticos de la política ascienden a la conversación y opinión pública mediante radicales expresiones políticas casi siempre sustentadas en principios místicos o pararreligiosos; y cuya estrategia central se basa en una fuerte propaganda disruptiva que intenta poner al votante de identidad religiosa en la imposibilidad electiva.
Esta última estrategia se reduce al uso de falsos silogismos que buscan obligar al electorado creyente a apoyar cualquier radicalidad emergente mediante la siguiente fórmula argumental: “Primera premisa: Vivimos en una democracia y por lo tanto debes participar con tu voto. Segunda premisa: Estás imposibilitado moralmente a dar tu voto a plataformas políticas que no comulguen con tu fe. Conclusión: Por tanto, debes votar por mí”. Este tipo de argumentación falaz no sólo busca condicionar el voto del destinatario sino limitar la riqueza de la vasta participación democrática de los ciudadanos creyentes a un reduccionismo total, a la fetichización democrática reducida a la papeleta y a la urna electoral.
Esto sucede en varias naciones de corte democrático y por supuesto en México; aunque la particularidad cultural e histórica de nuestra nación imprime modulaciones importantes a las estrategias políticas mencionadas arriba. La historia política mexicana y los márgenes de identidad y pertenencia religiosa pasan por el duro republicanismo antirreligioso de finales del siglo XIX, por la persecución constitucional del catolicismo a inicios del siglo XX y la larga simulación de conveniencias entre las jerarquías posrevolucionarias y católicas durante todo el siglo pasado. El desarrollo democrático y participativo de la ciudadanía en este siglo, por tanto, suele presentarse disociado y hasta esquizofrénico (palabras de Benedicto XVI en México) entre los valores de la moral pública y los de la moral privada.
Bajo estas condiciones, también los movimientos asociados con las ‘izquierdas’ han intentado hacer alianzas ideológicas y operativas con las complejas identidades religiosas católicas en el país; pero no a través de instituciones, dogmas o disciplinas sino de principios, valores y tradiciones que iluminan las contradicciones y tensiones políticas, sociales o económicas actuales para ofrecer medios de integración y participación a favor del bien común.
Así, en lugar de abogar por la “pacificación” del país, acción que denota rasgos de control y autoritarismo (‘alguien’ pacifica a ‘otro’ mediante una autoridad legitimada y unidireccional); se opta por la idea de “construcción de paz” o del “tejido artesanal de la paz” donde los principios jerárquicos quedan desplazados por la cooperación, la participación y la imbricación de todos los agentes sociales posibles (un ladrillo o un hilo son indistinguibles de otros en las estructuras que ‘cubren’ o ‘protegen’ un bien superior).
El catolicismo de izquierda (una categoría tan absurda como el catolicismo de derecha) aparentemente estaría más implicado en atender las contradicciones existentes en la sociedad que pueden surgir por conflictos entre los poderosos y los oprimidos, por los privilegiados y los descartados; y ofrecer, desde la doctrina social de la Iglesia, medios y mecanismos orientados a la justicia social, la solidaridad, la subsidiariedad, la búsqueda del bien común y la promoción de la dignidad humana. Y, por tanto, pretenderá respuestas no verticales sino horizontales a polémicas tan complejas como el aborto, la pena de muerte, las uniones afectivas de personas del mismo sexo, el clasismo, la ideología de género y otros cambios demográficos contrastantes.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe