Teléfono rojo
El presidente es adicto a las encuestas. Es explicable, le preocupa más la opinión que los resultados; la aceptación de la gente para él es lo que importa. Es una forma de hacer política, muy útil para ganar un cargo. Ya en el poder las encuestas tienen otro propósito, y la popularidad también. Los resultados deben ser prioridad y la adhesión pública un recurso para gobernar, no un fin en sí mismo.
Las encuestas son la actualidad, son noticia y a todo mundo interesan. El problema es cuando sus lectores dejan de pensar y las interpretan de manera superficial o lineal. Además, los estudios de opinión generalmente miden percepciones y la distancia entre lo que se responde y piensa o siente no es tan sencillo. Encuestar ahora es una actividad de riesgo. Por esta razón la encuesta presencial se ha vuelto todo un reto. Más aún, la inseguridad impide acceder al perfil del encuestado de la muestra, y si se accede, la desconfianza impide que las respuestas se correspondan con la verdad.
No es un problema nuevo, tampoco es exclusivo de nuestro país. La sociedad se ha transformado; sin embargo, los métodos y los instrumentos que se asumen científicos dejan de ser funcionales. Hay una crisis del paradigma y academia e industria no han encontrado respuesta satisfactoria. En México es peor, ni siquiera se advierte el problema. Medios, industria, gobiernos y partidos pretenden ignorar el asunto a pesar de los reiterados fracasos, especialmente, en materia electoral. Decir que las encuestas electorales no son un pronóstico es una burla y, en muchos casos, son inexactas. Desde luego existen casos de falta de probidad, de descuido metodológico; pero, más una resistencia generalizada a reconocer un problema real. Debe reconocerse que los mejores resultados los ha ofrecido el INE en sus sondeos a boca de urna.
Desde hace tiempo los encuestados, o una proporción importante de ellos, ven en las empresas de opinión actores interesados o parciales, dificultando el trabajo porque en la relación entre quien pregunta y responde debe mediar un mínimo de confianza. Por ejemplo, en la elección de 2012 la no respuesta era 40%. Prácticamente todas las empresas que publicaban resultados consideraron que eran abstencionistas, debiendo excluirse del conjunto y recalcular. En ese entonces GCE llamó públicamente la atención de que la mayoría de ese sector sí tenían preferencia y una buena proporción era afín a López Obrador. Por soberbia, interés, corrupción o por no correr el riesgo de equivocarse y ser parte del conjunto, no ajustaron su método y, prácticamente, todas las encuestas públicas sobreestimaron la ventaja de Peña Nieto sobre AMLO.
Las encuestas electorales en las condiciones actuales son imprecisas. La mayoría de los profesionales son serios, pero se resisten a reconocer el problema y la posibilidad de error, que no estadístico, sino el llamado error de campo, mismo que no puede resolverse derivado del proceso de recolección de datos, que alude a la muestra, al cuestionario y al encuentro del encuestador con el respondiente.
Debe decirse con claridad que la encuesta se puede equivocar, como sucede en todas partes, y cada vez son más frecuentes los escándalos asociados a la distancia entre lo proyectado y lo que ocurrió. No se trata de que dejen de publicarse estudios, sino de mayor capacidad de interpretación en los datos, de una lectura menos simplista y lineal, tanto por los lectores regulares de encuestas como por los divulgadores o quienes las interpretan públicamente.
El presidente López Obrador en cada evento adverso ve un enemigo encubierto, una voluntad malévola y perversa para hacerle daño. Sí existe un uso político y propagandístico de las encuestas y también descuido, que no puede evitarse sin coartar la libertad de empresa y la de expresión. El problema que subyace en la imprecisión es más complejo y serio de lo que asume o insinúa el presidente. Por esta consideración llama la atención que, en la decisión más grave de su proyecto político, la selección del candidato presidencial, se optara por resolverlo a través de un instrumento impreciso, manipulable e inexacto -como es la encuesta- en lugar de explorar la vía obligada, riesgosa sí, pero necesaria, de democratizar el proceso de selección de candidato.