Indicador político
Hincado de cara al templo de ‘Nuestro Padre el Señor de los Trabajos’, abatido ante una jardinera de cantera, con su frente postrada sobre la piedra y sus manos secas y rígidas cuyo último esfuerzo fue una plegaria; así murió de hambre ‘El abuelo’, un indigente de 65 años, el pasado 17 de mayo en la capital de Puebla.
La gente del lugar reconocía al hombre, lo veían día tras día mendigar mendrugos de pan sobre la calle Norte 11, dormir sobre cartones bajo el frondoso jardín y rezar ante la efigie de la Alegoría de la Fe.
Resulta difícil no coincidir con quienes afirman que el anciano murió por la indiferencia y el egoísmo del prójimo; pero no fue la única escena estremecedora que trajo la semana:
Un niño, huyendo de las ráfagas de bala, suelta las flores que vendía frente al templo de ‘Nuestra Señora de Guadalupe’ en Fresnillo, Zacatecas; algunos proyectiles lo alcanzaron y le dan muerte; en la tibia noche, los únicos testigos de piedra son la estatua del indio Juan Diego y las rosas que, como el niño, el santo deja caer sus brazos.
Las autoridades afirmaron que el jueves 19 un comando armado perseguía a un sujeto que buscó refugio tras el portón de la moderna iglesia de la avenida Plateros, los sicarios dispararon sin importarles la vida del inocente niño vendedor de flores.
“Un niño inocente, traspasado como criminal y muerto por las balas como un delincuente. Un templo sagrado que fue testigo de la tragedia y el horror. Un pueblo que sólo permanece impactado y sin palabras porque no encuentra ningún tipo de ayuda… estamos consternados e indignados”, me escribió el obispo de Zacatecas, Sigifredo Noriega, al día siguiente del crimen.
La mañana anterior, tuve oportunidad de charlar en la sacristía de la Catedral de Toluca con el arzobispo de Tijuana, Francisco Moreno Barrón, me acerqué a darle el pésame por uno de sus curas, asesinado el fin de semana anterior. Moreno aseguró que las autoridades ministeriales le entregarían ese mismo día el cadáver del sacerdote José Guadalupe Rivas Saldaña, director de la Casa de Migrantes de Tecate, quien fuera brutalmente ultimado junto a otra persona el fin de semana pasado.
En sólo una semana, las muertes de dos inocentes al pie de recintos sagrados y un tercer crímen contra un agente religioso promotor de la acción social revelan parte de un rostro de la cruda realidad que experimenta el país. La inseguridad y la carestía asfixian hasta la muerte a no pocos mexicanos y, para desgracia, quienes dan un paso al frente para auxiliar las fronteras más dolorosas de la realidad, también resultan ultimados; o cuando menos, intimidados o despreciados por sus convicciones religiosas que sustentan su humanitarismo.
No son sólo estos casos; prácticamente no hay rincón en el país donde no se vean ejemplos del desmoronamiento del tejido social y comunitario. Hay problemas evidentes de violencia e inseguridad; y, por si fuera poco, la intensa polarización ideológica pseudo-política desvía la mirada de la profunda y sistemática indiferencia ante la ingente cantidad de descartados, precarizados, despreciados, víctimas y damnificados de un modelo social que no coloca como referente la dignidad humana.
Ante estas muertes, ¿no parecen absurdamente ociosos los conflictos partidistas, las confrontaciones ideológicas de azules y guindas, de chairos y fifís, de progres y fachos? ¿No acaso esa misma polarización tiende a enaltecer a los necios que apuestan por la ‘radicalidad’ subversiva como única vía de cambio? ¿No acaso sólo los desesperados propondrían violar los márgenes de la ley para ‘acabar con sus enemigos’, con ‘el mal’, con ‘los otros’?
El radicalismo y la polarización ni siquiera se cuestionan sobre los actos moralmente válidos que se deben emprender para enfrentar el crimen y la descomposición social; los polarizados prefieren nombrar culpables de aquellas tres muertes en lugar de mirar hacia el bien y la justicia.