Indicador político
La Iglesia católica realizó, el domingo 31 de julio, una última jornada de actividades para concientizar sobre la paz necesaria en México. No obstante, obispos y religiosos aseguran que el trabajo de pacificación de la Iglesia en México no comenzó tras los terribles acontecimientos de Cerocahui y tampoco concluirá con el cierre de mes: las cuatro actividades recomendadas por los jesuitas, el episcopado y las congregaciones religiosas de México son convicciones que, en el contexto actual, no pueden reducirse a agendas o calendarios.
Estas cuatro recomendaciones que la Iglesia católica ha promovido son: Visibilizar a aquellos hombres y mujeres de fe “que han dado su vida por el Pueblo de Dios y han recibido la muerte violenta”; también ha pedido visibilizar los espacios y circunstancias donde se han verificado tragedias de la violencia, desde las ausencias de víctimas de desaparición forzada hasta las víctimas de crímenes mortales contra mujeres, activistas sociales y personas en condición de vulnerabilidad; en tercer lugar, desde una perspectiva espiritual, ha solicitado que los fieles recen por los victimarios “por sus vidas y la conversión de sus corazones”; y, finalmente, ha pedido que las comunidades ocupen el espacio público para evidenciar ‘historias de esperanza’, momentos donde la comunidad se reúne, reza o trabaja unida a favor de la paz.
Bajo esta guía, prácticamente no hubo espacio religioso en México donde el pasado domingo no se hiciera alguna actividad para promover la paz y la reconstrucción del tejido social tan dominado por la cultura del crimen y la muerte. Las comunidades más cautas -no por eso menos comprometidas- se limitaron a rezar dentro de los templos y a predicar mensajes iluminadores respecto a la violencia y la paz necesaria; otras comunidades, más audaces, tomaron parte del espacio público para intentar recuperar el derecho civil al bien común, a la libertad de expresión y manifestación, a la seguridad y a la paz. A través de la manifestación pública de su fe, miles de católicos marcharon, peregrinaron o caminaron para ocupar los espacios -físicos y digitales- que, de otra manera, parecen estar cedidos enteramente a la dinámica del miedo, la corrupción o del crimen.
La recuperación del espacio público para vivir en orden y en paz no es, claramente, una facultad exclusiva -ni debiera serlo- de la Iglesia católica; pero resulta esperanzador que, si un grupo de instituciones religiosas cuyos actos suelen estar bajo estricto escrutinio de las autoridades civiles laicistas postrevolucionarias, se atreve a ganarle terreno al miedo o a la costumbre social ante la violencia o el crimen, el resto de las organizaciones intermedias de la sociedad frente al compromiso para recobrar la paz y la seguridad tienen aún mucho márgen de acción y operación.
Los centros educativos, las empresas, los movimientos u organizaciones de la sociedad civil, así como los medios de comunicación y hasta los entes políticos, tienen frente a sí el inmenso desafío de verdaderamente volver a ocupar el espacio público para promover la sana convivencia, la justicia, el orden público y la defensa de los vulnerables.
Eso es realmente una transformación social. Nada realmente podrá cambiar si el poder sigue obsesionado con el control, la política con las urnas, las empresas con las ganancias o los medios de comunicación con los conflictos. No habrá espacio para el bien común si no se recupera el primer bien social que es el espacio público: seguro, proactivo, participativo y constructor de ciudadanía.
Estas acciones a las que, desde su fe, la Iglesia católica se ha comprometido con el bien común demuestran lo errados que están aquellos personajes o instituciones que siguen buscando mecanismos o fronteras legales para acallar a las asociaciones religiosas en sus derechos de expresión, de asociación y de manifestación de sus ideas. Los dejos de laicismo ideológico postrevolucionario en nuestro pleno siglo XXI no sólo limitan el derecho humano a la libertad religiosa; como sociedad y nación también podrían estar privando al pueblo de ese empuje de fe y esperanza que las religiones han aportado en tiempos de oscuridad.