Teléfono rojo
“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo…” exclama el comienzo del famoso y provocador poema Aullido de Allen Ginsberg, producto de la creación experimental con drogas que proponía la generación beat a la que pertenecía el poeta.
El libro de Ginsberg apareció en 1956 y poco después fue prohibido. El levantamiento de esta censura debió pasar por un proceso legal en el que fue invocada la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos que protege las libertades de culto, de expresión, de prensa, de reunión y de petición.
Para la época resultaba desafiante la propuesta estética de los escritores beat que pregonaban el rechazo al All American Way of Life, y abrazaban la libertad sexual y el uso de las drogas como vehículo creativo.
Desde luego la censura en yanquilandia no era, ni es, un fenómeno singular o nuevo. Cuando en 1740 François Marie Arouet -mejor conocido por su nom de plume: “Voltaire”-, tuvo noticias de que el gobierno de Francia había mandado incinerar en la plaza pública cuanto ejemplar de sus Cartas inglesas fue posible confiscar, exclamó maravillado: “Hombre, cómo hemos progresado: antes se quemaba a los escritores… hoy únicamente a sus libros. ¡Esto es civilización!”
Doscientos años después, James Joyce se quejaba con su librero gringo: “No menos de veintidós editores leyeron el manuscrito de Dubliners y cuando por fin apareció, una persona muy gentil compró toda la edición y la hizo quemar en Dublín — en un nuevo y privado auto de fe.”
En el arte, de manera más nítida que en la construcción de las ciencias sociales, se observan los procesos de totalización, destotalización y retotalización de los que hablaba Nietzsche. Es decir, la construcción de una propuesta o cuerpo conceptual e ideológico que es negado por otro que llega a desplazarlo.
La búsqueda de nuevas formas de expresión artística es un fenómeno que aparece una y otra vez en la línea del tiempo y en las que se conjugan una serie de circunstancias que permite a unas iniciativas volverse de tal modo relevantes que marcan hitos en la historia y otras, en cambio, se convierten sólo en manifestaciones efímeras o estrictamente individuales con escasa repercusión social.
Los artistas son quienes muestran el mayor gusto e inclinación por exceder los límites del comportamiento socialmente aceptado, incluso más que la disidencia política, que suele aparecer como respuesta a determinadas decisiones del poder. En esta transgresión que parece inherente al arte radica quizá la razón de la censura que una y otra vez regresa en un intento por tener, parafraseando a Antonio Gramsci, artistas orgánicos, artistas complacientes con el ejercicio del poder cuya producción contribuya a la permanencia de aquél, lo cual, cuando sucede, condena casi siempre al artista a pasar inadvertido.
Un caso curioso y contrario de algún modo a mi afirmación anterior fue la película de 1966 La batalla de Argel, producción italo-argelina del director Gillo Pontecorvo sobre el movimiento de independencia de Argelia, premiada en los festivales más importantes y prohibida por el gobierno francés … sí, el mismo, aunque con diferentes actores, del que es ahora anfitrión de los Juegos Olímpicos.
Este filme, auspiciado por el gobierno de Ahmed Ben Bella, primer presidente de la Argelia independiente, muestra la lucha del pueblo argelino contra el colonialismo francés.
La batalla de Argel se exhibió en la ciudad de México en la década de los setenta en el Cine Diana y tuvo un impacto inmediato: las escenas inflamaron la “conciencia antiimperialista” del respetable y al terminar la función se improvisó un mitin en Paseo de la Reforma que se desde luego se trasladó a la Embajada de Estados Unidos para lanzar consignas y apedrear el edificio.
Y nuestras revolucionarias autoridades de inmediato dispusieron el retiro de la película … of course!
Como dato de mi archivo personal, en 1998 localicé y entrevisté a Ahmed Ben Bella en su refugio en Suiza. El presidente, como le llamaban sus allegados, tenía 82 años y una mente aún poderosa. Me dijo que la lucha guerrillera del Frente de Liberación Nacional argelino se había inspirado en el movimiento zapatista y que él, Ben Bella, había moldeado su estrategia militar en la del Caudillo del Sur mexicano, por quien tuvo expresiones de admiración.
La potencialidad disidente del arte, no obstante, siempre se ha sobredimensionado: la magnitud de los manotazos que se le asestan no tiene correspondencia con el nivel de peligrosidad de los productos artísticos sino con el nivel de autoritarismo con que se ejerce un gobierno y que corre a la par de la ausencia de mecanismos ciudadanos para contrarrestarlo.
A medida que la sociedad gana instrumentos para ejercer sus derechos, la censura tosca e irracional pierde terreno. Hoy no podemos imaginar una supresión como la que sufrió La sombra del caudillo, cinta de 1960 basada en la novela de Martín Luis Guzmán que no se pudo exhibir comercialmente sino hasta 1990. Treinta años de censura. Su director, Julio Bracho, murió sin ver el filme en las salas.
Las obras de contenido explícitamente político son blanco fácil de la censura, como sucedió con La batalla de Argel y las mexicanas Rojo amanecer sobre la matanza en la Plaza de Tlatelolco del dos de octubre de 1968 y La ley de Herodes que caricaturiza la forma en que se ejerce el poder en México.
Los resultados de la censura han sido casi siempre contrarios a los fines que llevan a impedir que una obra sea vista, por lo cual resultó descabellada la pretensión de retirar de las salas de cine el documental Presunto culpable en el 2011, en un ridículo episodio de dimes y diretes entre la autoridad judicial y la Secretaría de Gobernación.
El momento y la sociedad actual ya no resisten estos actos de autoritarismo y opacidad, pero como decía Nietzsche, “Hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas”.
El arte trasciende a las mordazas de la política. Claro que en un primer momento el puño del censor cae con estruendo y en ese mismo instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón, La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán, Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa, Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales, No me voy a casar es echada del escenario a punta de pistola y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el apando de la cárcel más cercana … y un largo etcétera para el que no tengo espacio.
Pero al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que los nombres de sus verdugos, si alguien los recuerda, es con oprobio.