Indicador político
En esta época de la hipervelocidad, bastan 55 minutos para poner al mundo informativo de cabeza. Todo comenzó el 11 de julio a las 18:25 horas (tiempo de México) con tres tuits escritos en tres idiomas diferentes en una cuenta identificada como @BischofBatzing.
El lacónico texto informaba la muerte del papa emérito Benedicto XVI (de 95 años); la fotografía del usuario en efecto muestra al obispo Bätzing y sus cargos actuales como pastor de Limburgo y presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. De inmediato, cientos de agencias y medios publicaron la información y se encendió el conocido mecanismo noticioso cuando sucede la muerte de un gran personaje.
Sólo que, en esta ocasión, la información era falsa.
A las 19:20, el creador de la cuenta, el tristemente célebre Tommasso Debenedetti, nuevamente escribió en la misma cuenta de Twitter que había suplantado la identidad digital del obispo Bätzing y que la noticia era un bulo. El colmo: Debenedetti ya había ‘matado’ al papa Benedicto el 8 de marzo del 2012 a través de una cuenta falsa suplantando la identidad del cardenal Tarcisio Bertone, entonces ‘número dos del Vaticano’.
Poco a poco, como una playa después de una tempestad, los medios y las agencias comenzaron a bajar con vergüenza la información que habían hecho mundialmente pública; otros, los más prudentes y que detuvieron con dolor las ganas de participar de la primicia, miraban el desastre con satisfacción de no haber caído en el engaño pero con la inquietud de no haber estado tan lejos del tropiezo.
Y entonces tuvimos que hablar de Debenedetti, de su peligrosa convicción al autonombrarse ‘campeón de la mentira’. Según una entrevista ofrecida por el propio escritor romano en 2010 al diario El País, durante más de diez años colocó información falsa en una cantidad ingente de diarios italianos; principalmente entrevistas con gente famosa. Tommasso aseguró que todo marchaba bien, sin que nadie se diera cuenta, e incluso confirmó haber publicado hasta nueve entrevistas falsas con el escritor Abraham Yeoshua y cinco con Philip Roth. En aquel diálogo, Debenedetti aseguró que continuaría publicando mentiras, fuera en medios formales o a través de una página web.
Ha sido en las redes sociales, sin embargo, donde más devastación han provocado sus bulos. Ha informado sobre falsos ataques militares contra civiles, ha provocado caos políticos y económicos con fraudulentos obituarios de líderes mundiales, ha desviado la atención con supuestas filtraciones escandalosas de gobiernos en guerra y, sí, también ha afectado o beneficiado a agendas políticas con declaraciones falaces de líderes morales, culturales o sociales. Tommasso además también administra cuentas falsas de decenas de mandatarios, autores o líderes religiosos. Debenedetti reveló, por ejemplo, que administraba una cuenta espuria del líder de Corea del Norte, Kim Joung-un, y en un par de minutos cambió toda la información de perfil para convertirla en una cuenta de Mahatma Gandhi. Los seguidores de Kim, de pronto, comenzaron a ser ‘followers’ de Gandhi. El italiano además dijo administrar un perfil de Facebook del papa Francisco y un blog del finado Umberto Eco.
No cabe duda que lo que Debenedetti hace es absolutamente reprobable, peligroso incluso. Sin embargo, no podemos dejar de inquietarnos con tres verdades que desnudan las deleznables tormentas de información apócrifa y engañosa que el italiano desata: Muchos medios de comunicación adolecen de mecanismos de verificación; los usuarios de redes sociales están absolutamente desprotegidos ante las noticias falsas; y, a pesar de lo evidentemente artificiales que son las redes digitales existe una peligrosa dependencia social a ellas.
Esta incómoda verdad nos obliga a preguntarnos cuántos profesionales de la mentira menos creativos y quizá más perversos ocupan a su antojo los rincones y reflectores de los medios y las redes sociodigitales, cuánto de lo mostrado es una farsa, qué falsificaciones se han creado para confundirnos y cuántas declaraciones fraudulentas se han quedado sin ser desmentidas. En fin, siempre vale la pregunta sobre cuántos de nosotros permanecemos en equívocos y creemos -sin saber del error- que es nuestra normalidad.